Existe una natural inclinación constitutiva, irrefrenable, de Francisco Nieva, la mejor prosa de la última tercera parte del siglo XX y primera década del XXI, a lo ominoso y al misterio terrorífico. Sus grandes obras de teatro, como Carlotta Basilfinder, que colecciona romántica muertos embalsamados como familia propia, Catalina del Demonio, un múltiple envenenador impenetrable y seductor, Te quiero, zorra, una cortesana que se levanta un día con la marca anatómica del diablo, El Fantasma del Novedades, el héroe anarquista desdoblado en sus últimos minutos de vida como un don Juan purificado, El Espectro Insaciable, la madre muerta a la que la Muerte, despojándola de toda tierna maternidad, transforma en un animal sediento de la sangre de los vivos, como una loba, descarnada alimaña de la noche, Es bueno no tener cabeza, en que la ciencia prohibida no te lleva a la eternidad sino a la transgresión de los papeles en que nos fundaron, La Señora Tártara, en la que la muerte da al santo protagonista el don de matar a la gente misteriosamente sólo con su desdén, y en contra incluso de su deseo, La Magosta, en la que una madre muerta vuelve a la vida para criar a su rorro Isolino, desatendido por el bruto de su padre y el desastre humano de la criada, La piedra de sal, en que dos ancianas llegan a ser bicentenarias, en un estado de semivida o de semimuerte con el condimento de una mágica piedra, o No es verdad, en la que una pareja de aristócratas del XVIII, a fuer de rouseauninanos, huyen a la naturaleza virginal a convivir con lobos y salen con hábitos de lobo, son claros exponentes, entre otros dramas, de la irrefrenable tendencia nievana al horror y al terror, y a causar un miedo moral a sus espectadores. Lo mismo ocurre en su narrativa. Buenos paradigmas de ellos son El Hijo del Boticario, imagen perfecta del asesino consumado, del asesino por nacimiento y vocación. Los Mismos, unos jóvenes ancianos batulados, siniestras entidades, pletóricos por fuera y secos de vejez por dentro, jóvenes casi sempiternos con el alma estragada por la senectud y un rito maligno. Oceánida, una novela elegante e inquietante que nos insinúa que los ingleses son en realidad peces del mar profundo. La vida es novelesca, no?, en la que en un contexto de incestos y parricidio no sabemos si “el mal” viene de los sujetos diegéticos o del único sujeto metadiegético (el narrador). O La llama vestida de negro, en la que se cuenta la convivencia delirante y las aventuras desenfrenadas con un fantasma. Este gusto por el miedo gótico que tuvo Nieva durante toda su vida nos lo convierte en el escritor español más inglés. El miedo para Nieva es como un vacío en donde no hay apoyatura posible. No podemos hacer pie y estamos en el aire. El miedo es la cara más esencial por ello de la ficción, de la pura literatura. El miedo es fundamentalmente indefinible y se extiende como una ficción séptica.

El terror de Nieva se construye por dos posibles transgresiones: el quebrantamiento de una ley de la Naturaleza -por ejemplo, el comportamiento anómalo de tiempo-, o por la locura contaminante de un personaje que contagia tanto a su entorno como al lector. Esto es, situación anómala o personajes desviados del “ordo rectus”. El terror como desviación de las situaciones corrientes corresponde totalmente a la desviación amorosa que es toda literatura (Roland Barthes). También la curiosidad (“periergía”) es un peligroso don que te puede llevar a saltar los muros que limitan y “perimetrean” el mundo de la razón política. Por lo demás, en el terror de Nieva siempre salta el humor como en su admirado clásico Luciano de Samósata. La mentalidad oriental sabe mezclar el humor malicioso con lo espectral. El miedo literario, en fin, se constituye desde una retórica milenaria, con estructuras narrativas propias, verdadera vanguardia de la técnica literaria.

El miedo, como pura construcción de palabras, exige un aparato léxico formidable, demanda un repertorio léxico tan opulento y variegado como la épica. No hay facundia más lujosa que en la novela gótica, ni “arboladura” estructural más compleja que la urdimbre argumental de los relatos de misterio (Asinus Aureus, Las Mil y Una Noches, etc.). La liturgia y boato formales del miedo literario demanda un exhaustivo conocimiento del vocabulario de una lengua. Y Nieva era un niño misterioso de Valdepeñas, de grandísimos y escrutadores ojos negros, que se leía con pasión los más gordos diccionarios, por Calepinos que fuesen, y en cada entrada veía un personaje con su historia, que a veces dibujaba. A mayor fantasía y ficción, mayor aparataje verbal. No podemos olvidar que tanto las “figurae” (literarias) latinas como las “phantasíai léxeôs kaì noêseôs” del griego nos remiten a una etimología de ficción o mentira imposible. El profundo y casi abisal conocimiento del vocabulario de nuestra lengua, el español, por parte del autor valdepeñero, le permite a Nieva adentrarse con soberbia soltura en la literatura del misterio, y poder “encarnar” así todas sus más planturosas y extravagantes fantasías.

La mayor parte de las técnicas literarias tradicionales han nacido en la literatura de misterio. Es lógico: las leyes del misterio responden a una lógica paralela a la lógica corriente, pero no la cruzan. Es una lógica más rígida y sistemática que la de la realidad, más verosímil que la verdad, como que no la sostiene nada, la pura creación intangible.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí