A falta de Victoria de Samotracia, las motos de Ángel Nieto, zamorano de Vallecas, fueron para mi generación la primera noticia del futurismo, que por algo Gecé tenía escrito que nuestro mejor vehículo, aparte el Metro, ha sido la moto, algo de mucho ruido, de pocas nueces: vehículo de estampanarse y de correr juergas.
–Como el organillo, de origen alemán, la moto se está haciendo ibérica. A mí me parece muy bien la moto en Castilla: cuestas, estampidos, explosiones, tolvaneras de polvo, viajes inauditos por un crimen, por una enfermedad, por algo siempre decisivo y a veces trágico…
La bellísima muerte setentera de Santiago Herrero a los 27 años en la Isla de Man nos enganchó a un espectáculo, el motociclismo de periódico y televisor, del que uno sólo se soltó con la retirada de Kevin Schwantz.
Nieto, mezcla madrileñista de Folledo y El Fary, nos acercó al Jarama antes que Ferlosio, llenándonos la infancia de bultacos, ducatis, derbis, laureles, picaresca, gasolina y rocanrol, cuando el fútbol (un partido semanal en blanco y negro, un sábado con torta de Villar a Cruyff, y al otro, con vuelo de peluquín en remate de córner por Cristanto García Valdés, la Maquinona) era culturalmente el opio del pueblo, una cosa de fachas y pobres a la que sólo se podía acceder sin perjudicarse a través de los truños marxianos de Vázquez Montalbán.
Enfundado en su mono plasticón de rana galvanizada, Nieto siempre será como todo el domingo (¡domingo por la mañana!) de los 70, aunque a la posteridad mostrenca de la Wikipedia pase por su “triscaidecafobia”, o miedo supersticioso al número 13, que debe de ser lo que ha inspirado el burocrático pésame tuitero de Rajoy, cabeza de la clase estatal de España, cariñosa como una multa, cefalófoba como una guillotina y absurda como un zapato impar.
La muerte, en fin, tiene siempre un gesto espantoso.
–Pero nunca tanto –avisa mi ensayista– como cuando se acerca pisando con chapines de niebla.