Desde la transición inacabada de 1978 hasta nuestros días, hablar públicamente de España como hecho nacional supone o bien auténtica provocación de quien se sitúa voluntariamente fuera del sistema, o asunto incómodo por el que se suele pasar con extrema cautela, de manera superficial y rápida, siempre dentro del falso discurso de lo políticamente correcto. Tan escandaloso era decir antes de 1978 que aquello era una dictadura nacionalista como lo es ahora decir que esto es una oligarquía de partidos apátrida. El rechazo social es idéntico. El delicado equilibrio del consenso postfranquista deconstruye la conciencia nacional al partir de un error intelectual básico, consistente en entender el hecho nacional como dependiente de la voluntad de quienes integran un estado concreto.
La historia de la filosofía política nos muestra el perpetuo interrogante del hombre sobre los límites de la acción humana, de su libertad para modificar su propia circunstancia vital y la del medio que le rodea. Esa misma experiencia, es la que nos demuestra como existen aspectos vitales en los que el ejercicio de la facultad de libre decisión del individuo tiene una capacidad creadora o transformadora del medio (economía, ideología, costumbres sociales…), mientras que existen otras realidades sobre las que su voluntad resulta totalmente indiferente e inútil al desarrollarse por sus propias reglas. Los primeros son hechos derivados de la libre experiencia, los segundos son de mera existencia. Estos últimos son hechos objetivos, que nos vienen dados y sobre los que nuestra libre voluntad de asumirlos nada tiene que decir sobre su propia generación, sucesión o existencia misma por mucho que libre y voluntariamente intentemos cambiarlos.
Basten dos ejemplos: por mucho que cuatro hermanos decidan en libre votación y asamblea dejar de ser hijos de sus padres, el hecho objetivo y cierto es que no dejarán de serlo jamás, porque vienen predeterminados por un hecho al margen de su voluntad, como es su propia concepción, que les predetermina como tales desde el nacimiento hasta la muerte. Podrán renegar de sus padres, decir que no son hijos suyos, que les han maltratado y que no merecen llamarse padres, e incluso cambiarse los nombres y apellidos que les dieron, pero aún así y con todo, siempre serán hijos de esos padres por el hecho biológico que les define como tales y que escapa de su libre voluntad. De igual manera, si pretendemos hacer mañana una excursión al campo o realizar cualquier actividad al aire libre resultaría absurdo que votáramos ahora en muy democrática asamblea que mañana hiciera un día cálido y soleado.
A estos hechos de existencia pura no se les pregunta el por qué ni el para qué, como ocurre con los hechos de la libre experiencia, sino simplemente el cómo. Pues bien, uno de estos hechos objetivos, predeterminados y que nos llega sin preguntar es el hecho nacional. El hecho nacional de España es así, en cuanto a su existencia, independiente de la libertad de conciencia que tengamos para afirmarlo o negarlo.
No es por tanto una unidad de destino mutuamente consensuada por ningún contrato, como afirmaban José Antonio u Ortega, que aun siendo ideológicamente dispares coincidían en el voluntarismo social de la formación nacional, sino algo que nos viene dado, independientemente de nuestra voluntad. Es esa coincidencia en el origen del hecho nacional la que debe hacer no extrañarnos porque esa realidad nacional fuera tan maltratada con la dictadura sin libertades personales del pasado, como lo es ahora en la monarquía de los partidos estatales en que se nos han otorgado todas menos la más importante: la libertad política.
Ambas visiones, la franquista y la juancarlista, comparten el empeño político de identificar España con su particular forma de ordenar la sociedad como un hecho que depende de la voluntad de los españoles, en el primer caso como una unidad en el destino, en el segundo como un sugestivo pacto o proyecto de convivencia común. El hecho nacional lo es de existencia histórica y no de experiencia social propiedad de una generación, y es independiente de la existencia o inexistencia de libertades personales. En la formación de esta realidad han jugado un papel más importante la geografía, el clima y las condiciones ecológicas que la voluntad de sus moradores, por cuanto aquellas condiciones son la que han determinado precisamente su distribución desigual en el propio territorio.
La dinámica de las naciones, su evolución, no depende de su voluntad política, sino de su capacidad de modificar las condiciones naturales de su existencia, quedando tan fuera del alcance de la libertad crear naciones como crear lenguas, fruto ambas únicamente del interactuar colectivo creador de su historia cultural. Por eso la independencia de un pueblo no es jamás fruto de su libertad política dentro de su nación, sino reflejo de su fuerza frente al exterior. Así España existirá queramos o no como el oxígeno que respiramos, haya libertad de reunión, de prensa o de sufragio o no las haya. No se trata pues de un plebiscito continuo que determine su existencia ni de un producto contractual, sino de un concepto objetivo y predeterminado tan difícil de definir como fácil de identificar.