El discurso de Felipe VI en la entrega de los Premios Princesa de Asturias ha sido recibido con algarabía por la prensa afecta. Los cortesanos se maravillan de que el Rey haya empleado la palabra unidad, recibiéndolo como una suerte de balón de oxígeno moral.
¿Qué esperaban acaso? ¿Que dijera que le parece muy bien la desintegración de su reino, que le sostiene en la jefatura del Estado? Los complacientes plumillas y tertulianos no se paran en loas sobre una perorata esperada con la misma ilusión que los niños anhelan la llegada de los reyes magos. «¡Ha dicho unidad!», «¡menudo recadito les ha mandado a los separatistas!», «¡Sánchez no se ha atrevido a estar conocedor del contenido del discurso!», comentan con entusiasmo.
Es el símbolo, la ficción mítica, el éter ensalzado sobre la inteligencia institucional, que suponen la representatividad y la legitimidad institucional. No es de extrañar que el Monarca hablara de España como proyecto, como resultado de un plebiscito diario que Renan, Ortega y José Antonio inventaron en contraposición a la realidad histórica nacional, ajena a la voluntad, como hecho de la experiencia que realmente es.
Sin embargo y como ocurre con el místico contrato social roussoniano o con la transustanciación de Sieyès por la que el diputado, una vez elegido por su distrito, representa por arte de birlibirloque no solo a éste sino a toda la nación, las palabras del Rey no explican la realidad ni garantizan los derechos ni la unidad nacional. El Rey, de nuevo, no es real.
Son las instituciones las que hacen la democracia disolviendo la potencia estatal en poderes políticos separados en origen, canalizan las ambiciones mediante el presidencialismo en el poder ejecutivo y la representación uninominal por distrito en el legislativo, a la vez que garantizan la unidad territorial. No la Corona ni los mitos fundacionales sobre proyectos que nunca han existido. Como expresara García-Trevijano, «la patria no se hace, la democracia sí».
El presidencialismo obliga a elegir a un jefe del Estado que aglutine el voto de los distintos pueblos de la nación en el poder ejecutivo, consolidando la unidad mediante una legitimación democrática y no meramente carismática. El presidente de la república no representa a la nación, es representativo del Estado y de su unidad. Gobierna nombrando con libertad a su Gabinete, pudiendo tomar partido activo por la unidad adoptando las medidas oportunas en cada momento, haciendo uso de esa legitimidad por su propia ambición de poder.
La elección para el legislativo en pie de igualdad entre todos los nacionales de representantes por distrito, iguala a todos estos sin discriminación territorial, obligando a incluir las legítimas y heterogéneas aspiraciones materiales de quienes allí radican, unidos por un vínculo de lealtad que deriva del convencimiento y la realidad nada mítica de que no repetirán en el mandato de no obedecer a sus electores.
Las ficciones se destruyen con el despertar del sueño mítico, mientras que las instituciones inteligentes son la argamasa de la integridad del Estado y de la nación. No es fundamentalismo democrático, es funcionalismo basado en la consideración del hecho nacional como algo dado por la experiencia y de la política como constante lucha por el poder.
Analizar señalar o remediar los deslices de Felipe Borbon no conduce a aceptar sus ideas, ni ayuda a disculpar sus deficiencias y faltas de rigor, ni trasladar sus palabras a la comunidad diaria de la sociedad civil. Tampoco, si alguna vez acierta, no yerra u opina sobre asuntos triviales, se puede obtener un precepto que beneficie profundamente a la estabilidad del Estado. Ha recordado la unidad de España: ¿ya agotó su autoridad este año?
Remarcar obviedades, reiterar consignas, señalar evidencias, insistir en simplezas o recalcar ideas archisabidas y elementales no es la tarea que se espera de una alta figura política; pero es lo que se lleva produciendo desde hace muchos años, demasiados. Entrega de premios, desfiles, recepciones, discursos fin de año, conciertos, fotos de familia, viajes vacacionales, congresos, conflictos íntimos, almuerzos protocolarios, cara al euro, séquitos exagerados, inauguraciones, etc. NO hacen a un jefe de Estado; sólo complementan, jamás son la esencia diaria de su quehacer.
Que España es UNA nación es patente, no es sorprendente; que hay una convivencia de cientos de años en común no es un pasmo; que la voluntad de la sociedad civil propone y decide la confección de las instituciones es verídico; que todas las leyes deben observar estos precedentes inalienables no admite discusión; que quien ocupe el más alto cargo debe respetar y acatar la libertad colectiva es obvio e inequívoco; que cuantos, o quienes, se oponen o cuestionan los anteriores principios violentan la esencia de lo real y la verdad política.
Quien pide convivencia, cordialidad, diálogo, unidad, consenso, avenencia, negociación, pactos, paz, conformismo, debate, mesas, moderación, templanza… cuando la crispación ha superado la costumbre, lo legítimo y la tradición cae en el absurdo. Se debe intervenir antes de que la irritación y la exasperación supere la paciencia colectiva.
Nada positivo se espera de quien tolera la inseparación de poderes, la falsa representación de la ciudadanía, el vasallaje colectivo, los “derechos” territoriales y la desigualdad entre semejantes.