Por más que la Constitución de 1978 proclame en su artículo 1.3. que «la forma política del Estado español es la monarquía parlamentaria», por la ausencia de representación política de los votantes —los diputados y senadores representan y defienden a su partido, no a los votantes—, de parlamentaria la monarquía que diseña en su articulado la Constitución no tiene más que el nombre. Tampoco es constitucional por la ausencia de separación en origen del poder ejecutivo del legislativo.
La monarquía que articula la Constitución de 1978 es una monarquía de partidos estatales o partidocracia, caracterizada por dos notas: la confusión de los poderes del Estado, colonizados a todos los niveles por empleados de los partidos políticos estatales colocados por los propios partidos, y en segundo lugar por dos ausencias que, a su vez, son la esencia de la democracia como forma de gobierno: ausencia de representación política de los votantes y ausencia de separación en origen de los poderes del Estado.
En la partidocracia los partidos políticos son «empresas o agencias de colocación» y los diputados, aunque eufemísticamente se les llame así, meros «empleados de partido». Las Cortes bicamerales —Congreso y Senado— no representan a los ciudadanos, que se limitan con su voto a optar por la lista de los «empleados de partido» que defenderán en el Congreso y en el Senado los intereses del partido o del líder que los ha incluido en la lista electoral del partido.
Partidos estatales que se convierten de hecho en los auténticos detentadores de la «soberanía nacional» —sus lideres son los únicos que legalmente tienen la capacidad de modificar las cosas—, y al margen de los cuales no hay vida política.
La Constitución de 1978 consagra este régimen político de partidos estatales proclamando en el artículo 1.1 que: «España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico […] y el pluralismo político». Especificando y concretando el artículo 6 que: «los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política».
Los regímenes de poder que pivotan sobre los partidos políticos —partidocracias—, ya sea bajo una forma monárquica como la española, las de Suecia, Holanda, Bélgica o Noruega, o bien republicana como la de Weimar o las actuales alemana o italiana, unida a un sistema de listas electorales —abiertas o cerradas, producen el mismo efecto— elaboradas y presentadas por los propios partidos políticos antes de las votaciones, se sostienen a base de corrupción política y económica, que es factor de gobierno, y mediante el consenso —pacto y reparto—, que esencialmente es antidemocrático porque neutraliza la representación política de los votantes y anula la separación de poderes.
El régimen de poder partidocrático está dominado por el partido o por la suma de partidos cuyas listas electorales de «empleados de partido» han recibido más adhesiones o votos; no se elige, se vota. En la partidocracia, el objetivo de las votaciones no es elegir representantes políticos de los votantes; sino que el objetivo, que se camufla y no se manifiesta explícitamente manifestando lo contrario, es un puro reparto de cuotas de poder según el porcentaje de adhesiones o votos que han recibido las litas presentadas por cada partido político; además de esconder y diluir con este procedimiento las responsabilidades políticas personales de los candidatos incluidos en las listas electorales. Esto explica, por ejemplo, que por disciplina de voto impuesta coactivamente por las cúpulas de los partidos, violando con ello la prohibición expresa de mandato imperativo del artículo 67 de la Constitución, un diputado de una determinada provincia vota en contra de los intereses de los votantes de esa misma provincia.
Los empleados de partido, más empleados que diputados, además de representar y defender al partido en las cámaras legislativas, elegirán al futuro presidente del Gobierno, líder del partido que ha confeccionado aquellas listas electorales. Poder ejecutivo y legislativo que elegirán también, en todo o en parte, al órgano de gobierno del poder judicial, cerrando así el círculo de control y confusión de los poderes del Estado.
La partidocracia, con una apariencia de reparto de funciones que no es ni equivale a división o separación en origen de poderes, funciona bajo el manto de esa confusión de los poderes del Estado. Es el principio que rige y preside el funcionamiento de las dictaduras: «un solo poder, una pluralidad de funciones».
En España llama la atención el cinismo e hipocresía de los integrantes del poder judicial, y de colectivos como abogados, catedráticos, funcionarios y otras supuestas élites que conocen o deberían conocer las reglas de funcionamiento de la partidocracia. Reglas de juego político que permiten y posibilitan que los actores que dominan en cada momento el escenario político —si concurren las circunstancias y según los principios éticos o no éticos que orientan su forma de actuar—, pueden generar situaciones como la creada durante la República de Weimar, que posibilitó el acceso de Hitler al poder en Alemania, o el trapicheo y pasteleo del presidente del Gobierno en funciones Pedro Sánchez y otros políticos para conseguir que aquél continúe presidiendo el gobierno español.
La indignación siempre es fruto de la ignorancia o desconocimiento de las verdaderas causas que generan una situación, ignorancia o desconocimiento que puede disculparse en relación con la masa obediente y acrítica que no conoce las verdaderas causas de su indignación, así pasó con el conocido como movimiento 15M. Pero como diría Kant, es culpable la ignorancia y desconocimiento de las élites que, por su formación o por su posición privilegiada, conocen aquellas causas o deberían conocerlas.
Aunque me resisto, cada vez percibo con mayor claridad que el problema no es ni el régimen de poder que articula la Constitución de 1978, ni los políticos que participan en este ultimo, sino la sociedad española que, de la misma manera que toleró el régimen franquista durante cuarenta años, ahora mansa, indigna y servilmente tolera el régimen de poder que padecemos. Régimen de poder que sólo puede concebirse como una democracia si se entiende esta última como una religión o ideología, no si consideramos que la democracia es una forma de gobierno cuyo objetivo es articular y controlar el ejercicio del poder y la tendencia natural al abuso de este último.