Entréme donde no supe

.Y quedéme no sabiendo

.Toda ciencia trascendiendo”.

(San Juan de la Cruz)

Hace ya mucho tiempo leí que en Japón, con ocasión del ensayo de técnicas de entrenamiento para astronautas a través de aplicaciones de realidad virtual, se descubrió que el cuerpo humano posee bastantes más sentidos que los que desde antiguo considerábamos únicos, es decir, los cinco clásicos sentidos de la vista, el oído, el olfato, el tacto y el gusto. De modo que, aunque siempre se venía explicando que la vías corporales por las que entraban en nuestro cerebro los datos de la realidad exterior eran esos cinco, ahora parece que tendremos que aceptar la posibilidad de que nuestro conocimiento se pueda alimentar a través de otros cauces de percepción que, con el tiempo, permitirán que superemos las limitaciones que ahora parece que padecemos.

            Aquel descubrimiento me hizo pensar si tal vez el hombre dispone de otras capacidades  –no corporales-  de conocimiento además de los sentidos y de la razón.

            Normalmente en la vida nos desenvolvemos con apoyo en los sentidos y en la razón. El contacto con la propia realidad corporal, o con los seres y cosas que nos rodean, es el manantial primordial de datos con que contamos. A la par el conocimiento racional nos permite reelaborar esos datos, contrastarlos, almacenarlos en la memoria y utilizarlos para afrontar las diferentes situaciones que la vida nos presenta.

            Ahora bien, ¿qué ocurre cuando en medio de esa vorágine de sensaciones y de pensamientos nos planteamos hacer una parada y olvidarnos de todo para descansar? ¿Podemos suspender los sentidos? ¿Podemos detener el pensar? ¿Podemos impedir la emanación de los deseos?

           Parece que a lo largo de la historia ha habido personas que han experimentado de un modo cognoscible y gozoso esa situación de alejamiento (o aparcamiento) de los sentidos y de la razón para entrar en una dimensión vital difícilmente explicable pero no por ello menos real o menos objetivable. El problema surge cuando se intenta traducir a imágenes y conceptos lo vivido en esas situaciones que están más allá de los sentidos y del conocimiento racional. Quienes lo han experimentado consideran que esa vía de conocer es verdadera ciencia, verdadero conocimiento. Con el añadido de que la satisfacción que el mismo procura es incomparable con la satisfacción que se obtiene normalmente a través de los sentidos y del conocimiento racional.

            Es evidente que nos encontramos ante lo que se ha denomianado “experiencia mística”.  La entrada y permanencia ocasional en una dimensión dentro de la cual parece que se supera la insatisfacción del conocimiento asentado sobre los sentidos o de la ciencia construida a partir de la razón. No es una ciencia negativa, que proscriba el conocimiento racional, sino otra ciencia que supera, que trasciende el conocimiento racional (“toda ciencia trascendiendo”). Los grandes interrogantes de la vida no terminan de ser respondidos por los balbuceos o aproximaciones de la filosofía o de la ciencia (“…déjame muriendo un no se qué / que quedan balbuciendo”, decía también san Juan de la Cruz en el “Cántico espiritual”, después de interrogar a las criaturas por el Amado). Por eso el ser humano ha tendido siempre a buscar una respuesta, no fuera ni al margen de la realidad, sino dentro de otras dimensiones de esa misma realidad. El místico no se aparta de sí mismo ni de los demás, sino que más bien –en medio de los demás- se introduce más profundamente en la realidad, en la propia (individual) y en la cósmica (universal). Trata de buscar dentro de sí mismo la fuente misma del conocimiento que pueda explicar el sentido de la vida, traspasando (sin abandonarla) la frontera de la racionalidad. Se convierte en habitante del “límite”, que diría E. Trías, porque no se puede lanzar de forma definitiva al abismo de lo trascendente (si no es muriendo) y porque no puede abandonar la inmanencia del cuerpo desde el que se aúpa a la experiencia mística.

           Ahora bien,  la experiencia mística siempre ha sido considerada como propia de personas excepcionales, impolutas, de un alto grado de ascetismo y espiritualidad. Pero, al igual que en el conocimiento sensitivo y en el conocimiento racional se pueden dar grados según sea la finura o sensibilidad estética que tenga el sujeto o según sea el cultivo del entendimiento, cabe preguntarse si no será posible el acceso o la aproximación al conocimiento místico por parte de aquellos individuos que no aparecemos en principio especialmente dotados para esa sutilísima ciencia.

         Desde el lado de acá de la frontera,  parece que el primer requisito de idoneidad  para la experiencia mística es el del silencio interior, que comporta un gran esfuerzo de desapego o desprendimiento de las experiencias más inmediatas y cotidianas (las preocupaciones, las imaginaciones, los pensamientos, los deseos, las metas). En la subida hacia la cumbre del conocimiento místico hay que ir descargando el peso de la mochila vital. Y, por otro lado, es necesario un desapego del resultado, pues hay que asumir el riesgo de no encontrar nada en la cumbre. O lo que nosotros creemos que es nada. La experiencia mística puede llevar tanto al contacto gozoso con la presencia de Dios como a la decepción angustiante de la ausencia de Dios.

       Y desde el “otro lado” de la frontera, el conocimiento místico aparece no como un conocimiento derivado del esfuerzo y de la agregación, sino que como puro don, puro regalo, que dentro de su azarosa concesión requiere, eso sí, una apertura constante a la trascendencia.

         Esta “otra ciencia” demanda una gran dosis de humildad. Saber que no sabemos todo y proclamar que no somos autores de nosotros mismos, sino que somos seres religados (como diría X.Zubiri) y es ese ser -al que nos une un cordón umbilical invisible- el que puede permitir que su experiencia cale en nuestras mentes y descienda hasta nuestro corazones, llenándolos de un gozo inexpresable.

 

Antonio García Paredes

 

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