Ya ha pasado un año desde aquella celebérrima moción de censura que cambió la historia de España. En el balance de su año inaugural y tras su reciente consolidación merced a las Elecciones Generales del pasado 28 de abril, se puede decir que al país no le ha venido mal. A Pedro Sánchez, por supuesto, tampoco. Incluso el propio Mariano Rajoy ha sacado algún provecho, al dejar un cargo que en los últimos tiempos era ya más camino de cabras que versallesco jardín. Más adelante hablaremos del auténtico beneficiario de cuanto sucedió en el Congreso de los Diputados aquel 1 de junio de 2018. Entretanto, la crónica oficial de la moción de censura contra el gobierno de España presidido por Mariano Rajoy continúa leyéndose en clave de falacia narrativa benévola y hecha a medida de los propósitos didácticos del régimen del 78. Más o menos en la línea argumental de uno de esos documentales de La 2 sobre el franquismo o el vertido de plásticos en el océano. Poco antes se había pronunciado la sentencia del caso Gürtel. Una constelación de partidetes políticos, conscientes de lo insostenible de la situación, se sumó de inmediato a la propuesta de Pedro Sánchez. In extremis, el PNV también cerró filas, dando un vuelco inesperado a los acontecimientos. El resto es historia. Recientemente se ha conocido el papel jugado entre bastidores por otros protagonistas, no tan destacados, pero tampoco menos cruciales.
Fue, por ejemplo, la joven senadora Marta Pascal, entonces responsable de coordinación del PDeCAT, la que inclinó el fiel de la balanza hacia el sí, no solo convenciendo a los antiguos convergentes catalanes, sino también a los vascos del PNV, con los que, al margen de otros intereses más complejos, siempre ha existido una relación institucional. Esto resultó definitivo porque, efectivamente, el cambio de gobierno en España no tuvo que ver con el culebrón mediático sobre las corruptelas del Partido Popular, sino con la catalanada irredenta y pueblerina del 1-O, teledirigida desde Waterloo, que a día de hoy, y pese a la ausencia de perspectivas de éxito, sigue erre que erre en su intento de escorar la nave del Estado. En otras palabras, de lo que se trataba, y sigue tratándose, es de joder por joder. Carles Puigdemont deseaba que Rajoy continuara en el cargo, porque un estado de crispación era lo que le convenía para sus fines. Sin embargo, muchos políticos del nacionalismo catalán preferían volver a la normalidad, porque pese a su fe independentista, añoran las ventajas y la comodidad del autogobierno, y además ya estaba bien de tanta bobada antisistema. Por lo tanto, se necesitaba un golpe de timón para corregir el rumbo. Por haber fraguado las complicidades de fondo que hicieron posible la moción de censura, Marta Pascal sería destituida de su cargo como Coordinadora del PDeCAT. Pero el objetivo se logró: ahora, gracias a la presencia de Pedro Sánchez en el gobierno de España, existen condiciones efectivas para solucionar el desaguisado catalán, evitando así un colapso del régimen tan fatídico y estrepitoso como el que tuvo lugar hace un siglo a raíz de la triple crisis de 1917.
Porque, si hay algo que está del todo claro es que, en la política, los que causan los problemas no son los más indicados para resolverlos. De lo que pasa en Cataluña, y por parte de Madrid, tuvieron la culpa Mariano Rajoy y su lugarteniente Soraya Sáenz de Santamaría, por su incompetencia, soberbia, talante despótico y falta de escrúpulos al forzar la legalidad hasta los límites de lo intolerable, con aquellos comandos de soplones pagados con el fondo de reptiles, la aplicación arbitraria y precipitada del artículo 155, la instrumentalización permanente de la justicia al servicio de intereses políticos y otras cacicadas por el estilo. En favor de Rajoy y Soraya se puede decir que tenían demasiados frentes abiertos, con la crisis económica y las complejas negociaciones con Bruselas para evitar el rescate de España. Pero al haber dejado que la situación en Cataluña se pudriese, sin una eficaz respuesta negociadora y legal del Estado, pusieron en peligro al Régimen del 78, y con ello la continuidad en el poder de los principales círculos que lo sostienen: la Corona, los magnates del Ibex 35 y la castorra de aparatchiks encargados de confeccionar las listas electorales de los partidos políticos. Los riesgos inútiles que se corrían justificaban sobradamente un relevo en la presidencia del Gobierno.
Antes hablamos del principal beneficiario de la moción de censura de hace un año, que no es otro que Su Majestad el rey don Felipe. Ya sea porque realmente tirase de los hilos –de ese modo taimadamente renacentista que solo dominan los profesionales formados en una alta escuela de hipocresía política- o porque tuviese una potra fantástica, lo cierto es que todo lo sucedido en España durante los últimos meses le favorece más que a ningún otro, incluyendo al propio Pedro Sánchez. En primer lugar, aunque el problema catalán no está, ni mucho menos, resuelto, existen posibilidades para reconducirlo de forma poco traumática y compatible con la asignación de energías y recursos para cometidos más urgentes, como la reforma territorial, la situación demográfica y migratoria y una crisis económica que no cesa. De lo que se trata no es de mostrar quién es el más pelotudo, sino de manejar España con finalidades prácticas. En el futuro, Pedro Sánchez y, en su momento, puede que también Albert Rivera, únicas figuras de nuestro espectro político que se encuentran en condiciones de asumir algo parecido a un papel de liderazgo, intentarán conseguir que los catalanes vuelvan al buen camino mediante la estrategia clásica del palo y la zanahoria: a base de amenazas, pactos, pequeñas coacciones, cambalaches y marrullerías de todo tipo. Lo que el régimen del 78 necesita no es un Cid Campeador para pelear contra hordas incontroladas de tractoristas, sino ingenieros que resuelvan problemas de fatiga estructural y corrosión.
A finales de mayo y comienzos de junio de 2018, toda España presenció el desenlace de aquella moción de censura con una perplejidad que los medios al servicio del poder se encargarían de difuminar mediante la falacia narrativa y la típica monserguilla moralista basada en la condena de la corrupción. Pero el asombro existió, lo mismo que aquella otra mañana en la que los medios anunciaron, contra todo pronóstico, la victoria electoral de Donald Trump en las Presidenciales de 2016. Asímismo, resultaron sorprendentes la lisura y el sosiego con la que transcurrieron los hechos. En aquellos días la calma era total. Tratándose de un cambio político de semejante envergadura, los mercados financieros permanecieron impasibles. La prima de riesgo ni pestañeó, y la bolsa continuó al alza. ¿Seguirán los cronistas del régimen del 78 tratando de convencer a la posteridad de que aquello fue un momento estelar en la historia del parlamentarismo español, y no algo perfectamente coordinado desde las cocinas donde se hornean las hojas de ruta del sistema? Dentro de algunos años tal vez podamos preguntárselo a un testigo de excepción: el mismo Mariano Rajoy. Cuando en el transcurso de unas negociaciones en las que se decide la continuidad de algo tan importante como su propio gobierno, él decide refugiarse en la cafetería de la esquina, ¿lo estaba haciendo por un exceso de confianza? ¿Porque sufre trastorno bipolar? ¿O porque ya sabía que su abandono del poder estaba organizado de antemano al mejor estilo de otros tiempos, desde Zarzuela, los consejos de administración de las grandes empresas y las covachas del Estado de Partidos encargadas de confeccionar listas?
La moción de censura de Pedro Sánchez ha traído consigo un cambio generacional que, desde las instituciones políticas españolas, intenta dar la réplica al protagonizado por el rey Felipe VI con su ascenso a la jefatura del Estado. No tenemos más que comparar a los pilotos actuales (Pedro Sánchez, Pablo Iglesias, Albert Rivera y Pablo Casado) con las estantiguas que hace tan solo un par de años llevaban los controles (rajoyes, sorayas, montoros, barones socialistas, etcétera). La política ha rejuvenecido en bloque. Se ha vuelto más polar, apasionada y fashion. Todos estos analfabetos funcionales que acaparan las tribunas de oradores podrán caernos bien, o no tanto. Allá cada uno con sus gustos y su versión del catecismo del 78. Pero salta a la vista que el cambio es significativo y continuará manifestándose en todas las esferas de la vida pública española durante los próximos años.
Finalmente, con esa moción de censura, el rey Felipe consiguió un beneficio adicional. Como se sabe, Mariano Rajoy y su intrigante delfina Soraya habían sido los principales artífices de la sucesión en el trono en 2014. Aquello no fue nada fácil, teniendo en cuenta la mala imagen de la Casa Real por culpa de los chanchullos del anterior titular de la Corona. Pero al final todo salió bien. Y habiéndose librado de quienes le ayudaron a apoltronarse en el poder para las próximas décadas, Felipe VI ya no le debe nada a nadie y tiene las manos libres para gestionar la jefatura del Estado como mejor le cuadre.

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