El reciente congreso nacional del partido gobernante en España ha debatido la modificación de sus estatutos, para incorporar a los mismo el derecho de los cargos electos del partido, incluidos diputados y senadores ”a votar en conciencia en aquellas propuestas que afecten exclusivamente a cuestiones éticas o morales y que pongan en cuestión sus convicciones más profundas“; en otras palabras, la posibilidad excepcional de no votar en el sentido decidido por el jefe del partido; la posibilidad de romper la disciplina de voto.
Aunque el artículo 67.2 de la llamada Constitución de 1978 prescribe que “Los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo”, todos los partidos políticos desde el mismo momento de la aprobación de la Constitución, violando flagrantemente este precepto, han ejercido sistemática y coactivamente sobre los diputados y senadores una férrea disciplina del voto emitido en sede parlamentaria que, por sí sola, tiñe de inconstitucionalidad todas las leyes aprobadas por las citadas Cortes.
La práctica anterior es una perversión moral y política que la sociedad española conoce y voluntaria e injustificadamente tolera, y una prueba irrefutable de que los diputados y senadores en España no son representantes políticos de los ciudadanos que los han votado, que no elegido. Elegir los elige el aparato del partido mediante su inclusión o no como candidatos en la “lista electoral” que el propio partido presenta a las llamadas elecciones, para su ratificación por los votantes.
El mandato más coactivo que imperativo de los partidos o de los jefes de partido, para que en sede parlamentaria los diputados y senadores voten en un determinado sentido, so pena de sanción económica o expulsión del grupo parlamentario, que los partidos practican y casi todos explícitamente establecen en sus estatutos, ha reforzado la anulación de la representación política de los ciudadanos; ya de por sí técnicamente imposible con un sistema electoral proporcional; y con ello también la eliminación de uno de los dos pilares de la “democracia como forma de gobierno”, cual es la representación política de los electores; el otro pilar, la separación en origen de los poderes del estado se disfraza mediante la simple distribución de funciones entre personas u órganos como en los regímenes dictatoriales.
Consecuencia, la forma de gobierno de España no es una democracia, por mucho que la Constitución comience proclamando que “España se constituye en un Estado social y democrático”, o que “La forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria”, y por mucho que unánimemente todos los medios de comunicación repitan constantemente mensajes como que “vivimos en democracia”, “nuestra democracia”, “la democracia que tanto nos ha costado traer”, etc. No, no, España no es una democracia, ni tan siquiera una monarquía parlamentaria, porque los ciudadanos no podemos elegir a nuestros representantes políticos, sólo ratificar, a modo de plebiscito, a los candidatos propuestos por los partidos políticos como representantes en el Congreso y en el Senado de los propios partidos políticos, y porque no hay separación de poderes. Así de sencillo.
¿Qué representante es ese que sus representados no pueden cesar o destituir?
No hay más ciego que aquel que no quiere ver, ni más sordo que aquel que no quiere oír. Mira y ve. Sapere aude.