Una constitución que reconoce explícitamente en su artículo 56.3 que «la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad» no es precisamente un buen augurio para la justicia en este país. Asimismo, este privilegio parece, por lo que se ha visto, que también se extiende de facto a otros miembros de la familia real. En este sentido, se está impidiendo cualquier viso de igualdad jurídica, aquella misma que los griegos antiguos llamaron isonomía. Estos cimientos son los que sostienen el sistema político español y, desgraciadamente, el resto del edificio tampoco lo mejora.

De acuerdo con lo dicho, cabe mencionar que en España el sistema blinda jurídicamente a determinados grupúsculos. ¿Cómo se ha conseguido eso? Básicamente permitiendo que se concentre mucho poder en pocas manos. Además, en este caso, hay que remarcar que este poder recae casi exclusivamente en las sedes de los principales partidos políticos. Esta afirmación se demuestra sola cuando los diputados, que presumen de representar a ese sujeto retórico al que llaman pueblo, votan cual brazos de madera lo que digan sus jefes de partido. Esto se debe sencillamente a que los que conforman las listas son esos mismos jefes, así que son a éstos a quienes deben obedecer las personas que quieran repetir en las próximas elecciones. Es decir, no son representantes de los ciudadanos, sino representantes de sus partidos. Consecuentemente, el verdadero centro de poder en España no está en el Parlamento, sino en Ferraz, en Génova, etc.

Ahora bien, ¿cuál es la relación de esto con la corrupción? Se explica fácilmente atendiendo a estos cuatro puntos:

  1. Los diputados están aforados y, bajo esta condición, solamente pueden ser juzgados por el Tribunal Supremo.
  2. Los miembros del Tribunal Supremo son designados por el CGPJ, pero éste es elegido por el Congreso y el Senado.
  3. Los miembros del Congreso y el Senado, como se ha visto antes, votarán lo que dicten sus partidos.
  4. Por consiguiente, los jefes de partido tendrán relación con los miembros del órgano que ha de juzgar a los diputados de su partido.

A raíz de estos elementos, entra en juego la realpolitik. Si un político aforado, aunque no sea diputado, está siendo investigado, puede serle interesante mantener una buena relación con la cúpula de su partido. De modo que, los partidos tienen influencia en el Parlamento, así como en los máximos órganos del poder judicial. Por esta razón, las luchas por el poder más desagradables y crudas tienen lugar en los partidos. En realidad, la secretaría general de un partido políticamente relevante, así como otros cargos importantes, tiene más poder que las personas que están votando en el Parlamento.

En consecuencia, dado que el verdadero centro de poder en España se encuentra en los partidos políticos, es coherente apodar a dicho sistema como «partitocracia». De esta manera, como cualquier otro régimen oligárquico, en el que el poder recae en una minoría, es previsible que ello conduzca a la corrupción. En cambio, frente a la misma los políticos, probablemente sabedores de esta carencia, orientan su legislación hacia el endurecimiento penal. Con todo, para que ese endurecimiento penal llegue a aplicarse debe haber primero una sentencia que permita aplicarlo. Además, tampoco es necesario recurrir al gran Cesare Beccaria, para concluir que este aspecto no disuade de la comisión de los delitos; lo que debe recordarse que en este caso, como en otros tantos, es que las medidas que se tomen a priori pueden ser las más eficaces.

En virtud de ello, el mejor remedio contra la corrupción es dejar de tener un sistema que espere que lleguen buenas personas al poder, y plantear otro que entienda que puedan llegar a gobernar personas no tan honradas y, aun así, obligarles con los instrumentos y cautelas precisas a que gobiernen con equidad. Al respecto, Spinoza, en su Tratado político, sentenció que «hay que organizar de tal forma el Estado, que todos, tanto los que gobiernan como los que son gobernados, quieran o no quieran, hagan lo que exige el bienestar común […] que nada de cuanto se refiere al bien común se confíe totalmente a la buena fe de nadie».

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