No hacen falta más leyes para acabar con la corrupción. Tampoco más organismos de control, comisiones parlamentarias que pidan responsabilidades a los jueces, ni locuras por el estilo. Sólo se necesita que la Justicia sea independiente.
Si en España no se reconoce legalmente la independencia de la Justicia y se confunde la institucional con la personal de los jueces, no es de extrañar que se confunda también la politización de su gobierno con el derecho a la ideología de cada magistrado. Percibiendo esta realidad, no es difícil darse cuenta del disparate que supone proponer como toda solución institucional al control político de la vida judicial, tan solo la incompatibilidad personal con la política, de los miembros de su órgano de gobierno, mientras les siguen eligiendo los partidos de Estado.
De poco sirve dicha medida, si la elección de esos candidatos no adscritos jamás políticamente a cargo público sigue en manos del mismo poder político a través de la propuesta de cuotas por Congreso, Senado o Gobierno, en realidad uno y trino poder partidocrático. Y es que la razón de dependencia no está en la ideología personal del candidato, inherente a su condición humana, sino en la de subordinación por razón de elección y haberes.
La independencia de la Justicia de los poderes políticos del Estado y de la nación, no prevista ni institucionalizada si quiera en el texto de 1978, sólo se consigue mediante la elección directa de su rector mayoritariamente por todo el orbe jurídico, para que nombre presidencialmente su gobierno con limitación temporal de su mandato y presupuesto propio.
Otra cosa es la independencia personal de los jueces y magistrados para dictar resoluciones, prevista en el artículo 117.1 de la Constitución Española. En este último caso, las más elementales normas de higiene y dignidad exigen que el miembro de la jurisdicción que luego ostente cualquier cargo político, o si quiera que se postule al mismo, no pueda reincorporarse a su puesto en un plazo prudencial, que García-Trevijano en su Teoría pura de la república fecha en cinco años, y en todo caso, nunca en su misma plaza o puesto que dejara vacante en su día.