La mayor parte de los héroes de la Guerra de Troya se resistieron a ir a esa guerra, la guerra de todas las guerras, la guerra por antonomasia. Ulises se hizo el loco cuando lo fue a reclutar Palamedes y sólo el ingenio de éste lo saco de su Ítaca y de los brazos de Penélope, hecho del que se vengaría Ulises de forma espantosa. Cuando fueron a reclutar a Aquiles, éste estaba disfrazado de muchacha pelirroja y sólo por el sentimiento noble de la amistad abandonó sus vestidos de mujer tras descubrirse al escoger unos regalos propios “de chico”. Tampoco Filoctetes quería abandonar su oportuna enfermedad en la recogida isla de Sérifos, acompañado, como un Robinson Crusoe, de sus cabras pacíficas y su vino peleón. Télefos, tras ser curado por la herrumbre de la misma lanza aquea que lo hirió (antonomasia clásica del mecanismo de la vacuna), se negó a acompañar a los griegos a Troya porque se encontraba disfrutando del amor incomparable de la bellísima Laódice. Definitivamente, los héroes de la Guerra de Troya no querían ir a la Guerra de Troya. La guerra convirtió a hombres pacíficos en héroes contra su voluntad. También en los inicios del imperio romano, los grandes líricos como Tibulo y Propercio sostenían expresamente que sólo querían combatir bajo las banderas de sus amadas Delia y Cynthia, respectivamente, y no para ensanchar el Imperium, convirtiéndose así en los fundadores de la “militia amoris”, que como amour courtois recorrerá toda la Edad Media hasta nuestro señor Don Quijote. En donde esté el amor y los placeres sencillos, que se quite la Historia y sus glorias.
Y, desde luego, los héroes militares sólo deben serlo en el extranjero, jamás en su tierra natal, defendiendo la independencia de la nación que se asienta sobre esa tierra. El espíritu militar es altivo y beligerante, la libertad, siempre pacífica y conservadora. El ejército, compuesto por hombres valerosos, ardientes y honorables, columna vertebral y máximo estandarte de la nación, está para la gloria de las naciones manteniendo su independencia y honor. Lo que ha perdido a tantos Estados libres es el hecho de que los gobiernos aplicaran al mantenimiento del orden interno principios que sólo convenían a la defensa exterior. Un instrumento que puede sojuzgar a toda una nación es demasiado peligroso para emplearlo contra los delitos de los individuos. En toda democracia que se precie, la fuerza destinada a reprimir los delitos internos debe ser absolutamente diferente a la fuerza militar. Los norteamericanos lo han comprendido muy bien. Ni un soldado aparece en su extenso territorio para mantener el orden público: todos los ciudadanos tienen el deber de restaurar el orden a través de la Guardia Nacional, que manda el gobernador de cada Estado de la Unión.
Todo espíritu militar, toda doctrina de subordinación pasiva, todo lo que hace a los guerreros temibles para los enemigos, debe ser proscrito del interior de cualquier Estado libre y relegado a la defensa gloriosa de sus fronteras. Los ciudadanos, aun siendo culpables, tienen derechos imprescriptibles que no poseen los extranjeros enemigos. Quienes desde la tribuna campanuda de la taberna pontificaban que el Gobierno debía meter el ejército en Cataluña para destituir un poder traidor a España no son partidarios de una España libre. Las fuerzas de la seguridad del Estado que reprimen el crimen –básicamente la Policía Nacional y la Guardia Civil– son suficientes para restaurar el orden en esa hermosa tierra de España hebetada por tanta mentira programada y mil veces repetida. Otra cosa sería la sublevación imposible de esa región con apoyo de fuerzas y equipos extranjeros. En ese caso, el glorioso ejército español entraría en acción para defender contra una agresión exterior, el territorio nacional.
Por otra parte, el único antimilitarismo sincero que existe es el decididamente antipolítico y moralmente angélico, como el que defendió la baronesa Berta von Suttner en su famoso libro Die Waffen nieder! (“¡Abajo las armas”), tras constatar los horrores de la cruel batalla Sadowa-Königgrätz. Pues todo antimilitarismo político es sólo una hipocresía criminal, que quiere conquistar el Estado y sojuzgar la nación privada de ejército.
No hay ninguna institución pública que tenga que responder tan fielmente a las peculiaridades más esenciales y al perfil más sustancial de la nación como el ejército. Dime cómo es tu nación y te diré cómo es tu ejército. El ejército es el reflejo más ajustado del hecho nacional y de sus necesidades. Por ello hay una regla teórica, fundamentada históricamente, sobre la que escribieron Clausewitz y otros clásicos, que dice que las doctrinas militares tienen que ser producto de la situación y peculiaridades de cada país. Una doctrina no es nunca superior a otra en abstracto, sino en relación con las circunstancias y el propio carácter nacional. Los ejércitos que se convierten en subsidiarios doctrinales de otro, por el simple hecho de ser éste más poderoso, renuncian a uno de los factores teóricos de eficacia más importantes.
Kant sugiere en su tratado de la “Paz Perepetua” que las guerras tienden, a la larga, a unir al género humano porque la grupación disminuye las posibilidades de fricción. Parece como si la naturaleza tuviera por objetivo la concordia, actuando la discordia como fuerza impelente. Según ello, la tribu, aunque inclinada a la independencia, se convierte en comunidad multitribal de pueblos, como consecuencia de sus luchas con otras tribus. ¡Viva entonces nuestro glorioso ejército unificador y sus titánicos soldados!