Uno de los aspectos más fascinantes de la historia, y que da más quebraderos de cabeza a políticos y tecnócratas de la actualidad, es la forma en que los acontecimientos de un pasado remoto se reflejan en los hechos del presente. En tal sentido se puede decir que mandan más los muertos que los vivos. En 1790, para remediar la penuria de la hacienda pública durante la Revolución, la Asamblea Nacional francesa decidió la emisión de un papel moneda especial -los famosos “assignats”- respaldado por las tierras confiscadas a la Nobleza y la Iglesia. El resultado de este audaz experimento financiero fue un caos inflacionario sin precedentes, pero a largo plazo tuvo efectos considerables en la estructuración de la economía y la sociedad francesas. Los assignats, aunque se devaluaban a toda velocidad en el tráfico mercantil y la financiación de los gastos del estado, eran canjeables por lotes de tierra y propiedades que con el tiempo fueron a parar a manos de labradores ricos y la incipiente burguesía rural.
Tal fue el origen de ese paisaje francés tan próspero y bucólico retratado por los pintores impresionistas y que todavía admira al turista: villorrios de ensueño, campesinos felices y domingueros en mangas de camisa recostados a la orilla de algún riachuelo, con la cesta de picnic al lado. A diferencia de otros países, en Francia la Revolución Industrial no arrasó el campo ni lo despojó de sus recursos materiales y humanos. La burguesía rural francesa supo defender con eficacia sus propiedades y su status contra el avance del cemento y las fábricas. El idilio agrario francés ha sobrevivido hasta el día de hoy, en que el 60 por ciento de la población del país vive en pueblos y pequeñas ciudades de provincia.
De ese entorno proceden precisamente los chalecos amarillos, que tanto confunden a unos analistas políticos desorientados por el fenómeno populista y tienden a ver la realidad como algo encajable a la fuerza dentro de la escala izquierdas-derechas. Su movimiento, sin embargo, no tiene nada que ver con las reivindicaciones del mainstream neomarxista. Los gilets jaunes se alzan contra los excesos cosmopolitas y globalizadores del macronismo, al que culpan de haber traicionado sus promesas electorales y no estar haciendo nada para impedir el hundimiento de la Francia rural y de sus clases medias. La sociedad francesa se está polarizando en dos grandes esferas de intereses: una la de las élites y sus cohortes de bien pagados funcionarios y profesionales, residentes en los grandes centros urbanos como París, Lyon y Burdeos; y en el otro lado la población del resto del país, antaño bien situada -¿alguien ha conocido jamás a un emigrante francés?-, y hoy cada vez peor atendida por los servicios sociales, las oportunidades de empleo y la acción política. El alza en los precios del gasóleo ha sido el detonante de un fenómeno de protesta que en el fondo tiene que ver más con los motines populares de la Edad Media que con la lucha de clases.
Los chalecos amarillos maravillan al periodismo de actualidad, confunden a las redes sociales y generan todo tipo de infundios relacionados con esta obsesión por el auge de la extrema derecha, a la que equivocadamente se considera causa de la enfermedad europea y no como lo que realmente es, uno de sus síntomas. También hace que algunas figuras de la política se pongan a mear fuera del tiesto y salgan movidas en sus respectivas fotos de familia. Y no hablamos precisamente de Marine Le Pen, a quien le gusta pescar en río revuelto, sino por ejemplo de la izquierdista alemana Sahra Wagenknecht, quien recientemente se ha malquistado con sus camaradas por su empatía con los revoltosos franceses. Estas afinidades progresistas no deberían sorprender a nadie. Ya en 1981 George Marchais, histórico líder del Partido Comunista Francés, advirtió al presidente Mitterrand que el futuro demográfico y social de la República debía resolverse sin recurrir al remedio de la inmigración masiva. Por conveniencias políticas decidió seguirse el camino opuesto. Así es como llegó a constituirse la situación actual.
Aunque nadie la ha planteado en voz alta, una pregunta flota en el aire: ¿es posible un movimiento como el de los chalecos amarillos en otros países de Europa? La especificidad del caso francés, con su entorno rural desarrollado y consciente de sí mismo, dice que no. Quizás los alemanes harían algo en esa línea, pero no sería gran cosa, teniendo en cuenta la naturaleza disciplinada y servil de ese pueblo. Y por lo que toca a España, no es por falta de ganas, lo que sucede es que en el campo no queda ya casi nadie, a excepción de unos cuantos pensionistas decrépitos y algunos agricultores que se pasan el tiempo rellenando formularios para reclamar los subsidios de Bruselas. La lucha armada puede emprenderse sin recursos, sin mandos y, puestos a la desesperada, incluso sin contar con un líder con coleta que galvanice a las masas. Pero ir a la guerra sin soldados es algo que nunca se vio. Ni se verá, al menos en este país.
Durante algún tiempo los chalecos amarillos seguirán fascinando al periodismo y las redes sociales, como uno de esos conflictos que suceden muy lejos y no dan para más que titulares de prensa e intervenciones de todólogos en tertulias radiofónicas. La confusión y el distanciamiento persistirán. Da mucha pereza eso de pronunciarse a favor o en contra de algo cuando no se tiene ni puñetera idea de lo que pasa. Algunos lo hacen, pero eso nos saca del ámbito de una publicística solvente para meternos en Tele5.
Todo lo anterior no quiere decir que la cosa carezca de interés en España. Somos el patio trasero de Francia, y todo lo que sucede en el país vecino nos afectará tarde o temprano. Por si fuera poco, el movimiento de los chalecos amarillos es un episodio más en el proceso de transformación de las clases sociales y la economía europea en el siglo XXI. El hundimiento de las clases medias, la polarización entre las élites y las clases populares y la crisis de la democracia liberal son fenómenos generales que nos tocan tan de cerca como a cualquier otro. Ese es el ámbito en el que deberían actuar un analista y un político competentes. Suponiendo, claro está, que aun los haya.