Se habla estos días terribles de indignación, de dolosa inacción, de fallos y carencias en la cadena de mando. De la valentía de uno, de la cobardía del otro, de la nadería del de más allá. Se habla de políticos irresponsables y desconectados, de utilizar a las víctimas como herramienta política, de que el pueblo sabe gestionarse mejor que sus dirigentes. Se habla, incluso, de Estado fallido.

Los tertulianos y comentaristas más beligerantes y honrosos arrojan merecido barro a toda la clase política, señalan la babel de las administraciones incapaces de actuar a tiempo, claman contra el presidente de la nación. Pero no se habla del problema real que late en el fondo de este dramático episodio. ¿Cómo es posible en gente tan preparada? Los dardos, como siempre, se quedan a decenas de metros de la diana.

Y es que el problema va a cumplir medio siglo. Hace cincuenta años una riada de fraude y estulticia arrasó nuestra inteligencia y nuestra memoria política. La pregunta es sencilla: ¿a quiénes representan nuestros mandatarios? Salen de unas urnas y de unas listas. Millones de españoles escogen una papeleta refrendando los nombres y apellidos que ahí se ponen. ¿Quién los ha puesto allá? Los jefes de partido y su aparato. ¿Cómo figurar en esas listas que darán acceso a un sueldo estratosférico y a estupendas sinecuras? Pues siendo del agrado del jefe. ¿A quiénes representan verdaderamente los candidatos de las siglas de nuestro gusto, a quién le deben lealtad y obediencia? A su jefe, por supuesto. O a toda la cadena de mando hasta llegar al jefe de partido. Conclusión: no nos representan.

Este sencillo proceso deductivo se resiste, no solo a la población en general, sino a las voces más autorizadas que asoman por los medios de comunicación. Sencillamente, las reglas del juego están adulteradas. Elegimos representantes que no nos representan, que son únicamente tentáculo o flagelo de su jefe de filas. Nuestros intereses no son representados, nuestros problemas son ignorados, no existe voluntad general. Existe el juego de intereses de una decena de jefes de partido con sus cúpulas y los grupos de presión que los apoyan.

Los partidos políticos deben surgir en el seno de la sociedad en virtud de la libertad de asociación. Solo así representarán con legitimidad y coherencia los intereses de sus asociados y simpatizantes. Ahora topamos con otro proceso lógico al que también se resisten todos y que está interesadamente desterrado del debate público. Las relaciones políticas en las sociedades avanzadas se caracterizan por las fricciones entre sociedad y Estado: control de éste y lucha contra sus abusos y arbitrariedades. De ahí la célebre separación de poderes. Para enfrentarse al Estado, peligrosa delegación del poder de todos, se necesitan partidos que sean representativos de la sociedad, organizaciones que puedan oponerse y controlar al Estado. Las personas, como las organizaciones, obedecen a quien les da de comer. ¿A quién obedecerá un partido nacido en el seno de la sociedad? A los que satisfacen mensualmente sus cuotas de afiliación. Ahora tenemos que preguntarnos quién sostiene a nuestros partidos políticos. Pues, en principio, los sostiene el Estado, financiándolos según sean los resultados obtenidos en las votaciones (¿fijo más comisiones?). Aplicando el sencillo axioma de que uno obedece y debe lealtad a quién le paga, está claro a quién sirve la clase política. En efecto: sirven a aquel con quien los ciudadanos se hallan en perpetuo conflicto.

Bien, los políticos no nos representan: representan a sus partidos y éstos a sus jefes y a sus cúpulas. Para poder estar en las listas confeccionadas por los popes hay que hacer toda clase de méritos muy alejados de la voluntad de servicio a los ciudadanos y del continente de la honestidad y las virtudes: oportunismo, servilismo, cinismo, falta de escrúpulos, en diferentes proporciones y grados. Es más: muchos se crían en las juventudes de los partidos en prometedores reservorios aristocráticos. Su desconexión con la vida del resto de los mortales es irremediable. En tercer lugar, los partidos representan los intereses del Estado, su verdadero empleador, por lo que están en clara oposición con la sociedad que dicen representar. Tenemos, por tanto, tres ejes en los que proyectar nuestra figura: lealtad al partido en lugar de al ciudadano, perfil servilista y partidos de Estado. Estas personas son las que toman las decisiones cruciales que afectan a todos los ciudadanos. Si hacen, por ejemplo, una ley hipotecaria o de transición ecológica, la harán en virtud del grupo de presión correspondiente. Si deben consolidar a 800000 interinos públicos en fraude de ley, lo harán siempre en favor de las administraciones públicas y en contra del trabajador. Si deben tomar decisiones urgentes ante un desastre… ¡juzguen por ustedes mismos!

Afirmamos que la clase política no nos representa. Bien, he aquí la explicación técnica que no asoma por ningún sitio. Decíamos que el problema viene ya de medio siglo. A la muerte del Generalísimo (sí, de Franco), España se debatía entre la transición (o reforma) y la ruptura. Un ente determinado que transita hacia otra cosa, no pierde, por mucho que adquiera otros atributos, su esencia. Por eso se quería la ruptura. La querían los partidos de la oposición (PCE, PSOE, nacionalistas, independientes…). Se oponían los partidos del poder (UCD, AP). La historia es ya conocida: todos se repartieron el cadáver. La evolución de una dictadura de un solo partido en la que no existe división de poderes solo de funciones, solo puede dar paso a una oligarquía en la que el partido único da paso a un puñado de ellos. Del dragón pasamos a la hidra. Se concede un régimen de libertades, pero la estructura sigue siendo la misma: no existe separación de poderes, solo de funciones; la sociedad pasa a integrarse en el partido de su elección, y por ende en el Estado, por lo que la representación de sus intereses queda anulada; la influencia de los grupos de interés no solo queda intacta, sino que crece.

En fin, sacralizada «la Transición», afianzados los diques de contención entre la voluntad de los ciudadanos y el poder del Estado, han ido transcurriendo las décadas de esta oligarquía de partidos a la que llamamos «democracia», doloroso eufemismo de una realidad bien distinta. Antonio García Trevijano, olvidado y defenestrado organizador de la oposición contra Franco y a la postre único defensor de la ruptura con el franquismo como única forma de traer la democracia, hizo a propósito de todo esto una extraña y reveladora afirmación: «Muerto Franco, triunfó el franquismo». Iluminaba así lo que fue un mero ejercicio de «gatopardismo» (término derivado de la luminosa novela de Tomasi di Lamdepusa, El Gatopardo): «Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie».

Mas la indolencia persiste. Seguimos jugando a no enterarnos de qué pasó verdaderamente a la muerte del dictador, a meterlo todo en la gaveta de la derecha o de la izquierda, a pensar que la corrupción sistemática y el desgobierno no tienen remedio y a idiotizarnos con la televisión o el ocio de turno. No queremos caer en la cuenta de que, al no cumplirse la voluntad general, se cumple la voluntad y el despropósito de los oligarcas. Y lo que creemos una cuestión de física cuántica nos afecta a todos en lo más cotidiano e íntimo de nuestras vidas: al precio del aceite, a la imposibilidad de adquirir una vivienda, al aire irrespirable de relativismo e inmoralidad pública, a la gestión de una catástrofe…

Porque muchos ciudadanos, con barro y sangre en las manos, claman contra una clase política que no les representa. Ellos, realmente, son la voz de todos. Pero nadie nos explica que esto no es una democracia y que estamos a merced de los espurios intereses y sórdidas enajenaciones de unos cuantos. El germen está ahí, pero de nada sirve indignarse. Hay que saber por más que nos lo impidan. La conciencia solo se abre desde dentro (A. Humboldt), sí, pero hay que darle un empujoncito.

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