Un signo de la esclavitud de España es la inevitable comparación con “los países de nuestro entorno” que, sobre todo desde el final de la dictadura franquista y con la integración europea en perspectiva, se ha convertido no en una costumbre sino en una obsesión. Sin este venenoso ingrediente no se entiende que la clase política española quisiera poner un día al país “a la cabeza” en materia de derechos sociales con las leyes de violencia de género, del matrimonio homosexual, la adaptación de la Constitución de 1978 a “lenguaje inclusivo” y la probable recuperación de la jurisdicción universal.
Dejando de lado las virtudes y defectos de estas medidas, la intención de los partidos no es tanto favorecer el interés de los ciudadanos como intentar dar un golpe en la mesa del juego geopolítico de la forma más candorosa. En lugar de diagnosticar los problemas reales de España para concebir estrategias políticas realistas usando las herramientas que ya poseemos, como una cultura desparramada por medio mundo y una lengua hablada por cientos de millones de personas, a los líderes de la oligarquía no se le ha ocurrido otra cosa que no sea hacer méritos a la puerta de la fiesta europea. Pero este club, por desgracia o por fortuna, no está hecho para España, el único club que va a admitirla como socia preferente es el que sea capaz de fundar para sí misma y, hasta que esto no quede claro, nuestros políticos no van a dejar de enredar con las leyes convencidos de poder dar lecciones de escapismo a Houdini.
Últimamente, el separatismo agrava el espectáculo de esta exhibición de inferioridad. Cada golpe de mando duele en las conciencias de los comentadores profesionales, quienes sueñan con que España pueda dar una nueva lección de progresismo al mundo organizando la primera “federalización” de un solo Estado. Para un país vasallo, hacer méritos delante de quien tiene la hegemonía no es la forma de disputársela sino la de procurarse un agujero menos en la correa alrededor del pescuezo.