MARTÍN MIGUEL RUBIO.
La renuncia aún no entendida del Papa
Aunque damos por descontado que la renuncia del Santo Padre Benedicto XVI esté sobradamente fundamentada, no suponiendo aparentemente una transgresión estricta de las milenarias normas del Papado ni del Derecho Canónico, con todo, el pueblo católico ha quedado estupefacto y perplejo, ya hasta lleno de incertidumbre y desazón, a pesar de que las instituciones oficiales de la Iglesia hayan mostrado una forzada normalidad y alaben la decisión del Papa, vinculándola a un espíritu de humildad sensata. Pero ningún católico vivo ha presenciado la renuncia a un puesto que se supone vitalicio desde que el Espíritu Santo insufla a los cardenales reunidos en cónclave la decisión inapelable de Dios ni existen antecedentes equiparables a esta renuncia concreta.
¿Ha querido, quizás, Benedicto XVI modernizar la institución del Papado, institución que ya desde la Edad Media había servido de árbitro de la paz entre las naciones, gracias a su autoridad moral, autoridad moral que fue acrecentándose a lo largo de los siglos, sin que hoy haya ninguna otra institución humana con ese inmenso poder de arbitraje? ( Gorbachov llegó a decir que si no existiera el Papado habría que inventarlo ). Pues pudiera ser que el aún actual Papa quisiera actualizarlo. Pero, ¿por qué actualizar algo cuya práctica milenaria, cuyos rasgos tradicionales, no han hecho otra cosa que prestigiarlo sin cesar, como precisamente obra que de Cristo es? Por otro lado, la renuncia puede poner en entredicho la infalibilidad del cónclave, alentado por la presencia del Espíritu Santo, otorgando al Papa in aeternum un poder que deja ya de ser peligrosamente definitivo, y haciendo que las intrigas de los distintos sectores de la Iglesia se ceben en su naciente provisionalidad y se debilite para siempre el poder, otrora definitivo, del Romano Pontífice.
El Papado, junto al purgatorio, la oración por los difuntos, la confesión y el status de la Virgen María – a la que el pueblo católico debe hiperdulía -, es una seña de identidad sustantiva que configura la Iglesia Católica. Por ello, nadie, ni el propio Papa tentado por una humildad vanidosa o circunvenido por las poderosas fuerzas del mal, puede ponerlo en peligro.
El papado de Benedicto XVI nos ha enseñado que un Papa profundamente piadoso y santo es más importante que un Papa teólogo. No deben ser los conocimientos teológicos el principal rasgo de quien es la cabeza visible de la Iglesia, sino una piedad infinita y, sobre todo, la invicta fe del carbonero. Por otro lado, ¿es susceptible el Papado de modernizarse en función de la mentalidad de los tiempos? No, naturalmente que no. Porque si desease abrirse al espíritu de los tiempos, ¿por qué no pasar del papado al episcopalianismo en función del sentido común y una más proficua participación? ¿O por qué no al más democrático presbiterianismo? ¿O a la democracia absoluta de una diaconocracia? ¿No nos suena ya a sofisterías esa monserga de una Iglesia actualizada?
Pero Nuestro Señor hizo de Simón, al que dio el nombre de Pedro, y solamente de él, la piedra angular de su Iglesia. Le entregó las llaves de ella, y lo instituyó pastor de todo el rebaño. El Romano Pontífice, obispo de Roma y sucesor de San Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles. El Pontífice Romano, en efecto, tiene en la Iglesia, en virtud de su función de Vicario de Cristo y Pastor de toda la Iglesia, la potestad plena, suprema y universal, que puede ejercer siempre con entera libertad. Por eso, como Vicario de Cristo, no está facultado para bajar de la cruz. Es un monarca vitalicio y absoluto, y la forma organizativa de monarquía vitalicia es la única que se amolda a su fin transcendental.
Por otro lado, la muy cuestionable decisión papal de renuncia a su santísimo cargo ha sido aprovechada por los enemigos de la Iglesia de Cristo para relacionar esta renuncia con los ya tristemente famosos papeles que el mayordomo del Papa robó de la propia mesa del Vicario de Cristo, y que sin duda podían desvelar las turbias intrigas, las insidias y el pecado instalado en la curia cardenalicia, ante la que Ratzinger se ha rendido. Es decir, la renuncia del Papa ha elegido un tiempo para hacerse efectiva nada oportuno. Ha dado motivo a teorías peregrinas, extravagantes y maliciosas. Era el peor momento y ocasión para bajar el Papa de su cruz. ¿Por qué lo ha hecho? ¿Porque esta viejo y no da buena imagen? ¿Porque está enfermo y ya no puede viajar – cuando los entusiasmos masivos y férvidos en los viajes papales son sólo una triste demostración de poder político que no toca para nada a la verdadera Iglesia de Jesús de Nazaret -? ¿Porque su voluntad ya está muy quebrantada debido a los propios pecados de los rectores de la Iglesia? Si tomamos como buenas estas sensatas razones estamos entonces dando por buenas las razones de Lutero contra el papado, fundadas en el sensus communis y no en Dios. Y el protestantismo habría ganado la batalla. El Papa renuncia porque afirma que es necesario cierto vigor de cuerpo y alma para asumir la dura tarea: “Etiam vigor quidam corporis et animae necessarius est”. Son las propias palabras del Papa. Pero el hombre anciano, como el dulcemente recordado Juan Pablo II, representa una cara del poliedro del hombre no menos humana que la del niño, el adolescente o el joven lleno de vigor y fuerza.
De todas formas, dada nuestra supina ignorancia en estos asuntos, confiamos con honda esperanza en que el tiempo, la Historia, den la razón al sabio Benedicto XVI, y su renuncia al papado suponga un bien para la Iglesia y un acrecentamiento del prestigio del papado. Pero hoy sólo se percibe una naciente debilidad en la Santa Institución que abandona y una amarga incertidumbre entre el inmenso pueblo católico.
Como no ha podido denunciar a su entorno cardenalicio, so pena de destruirse la Iglesia, opta por el retiro silencioso. Como ha afirmado el mejor teólogo español en la actualidad, Agustín Andreu, el Papa se marcha algo así como los curas de la época postconciliar, cuyas ansias de reformas cristianas no cabían entonces – ni ahora – en la Iglesia. Las terribles deficiencias estructurales y mentales de la Iglesia no las ha podido arreglar este genial profesor ( en primer lugar ) y Pontífice cesante ( en segundo lugar ). La Iglesia no ha aprendido aún a estar en la historia y sus evoluciones. El alud de prosa manida y consabida, superficial y laudatoria, convencional y mostosa que estamos soportando con motivo de la renuncia del Papa, mejor intelectual aún que Pío XII, es sólo una muestra de la cantidad de superfluidades y banalidades, de retóricas dulzonas con que tapa la realidad una religiosidad débil y untuosa, correspondiente a una manera servil de ser fiel, modo nada cristiano de serlo por otra parte.
El genial Ratzinger ha dado su última lección, la honestidad radical en su forma de impotencia, la modestia en que debe fundarse la Iglesia.
Dicho esto, nada de ello debilite nuestra fe. Jesús nos sigue esperando con sus dolientes brazos abiertos en cualquier parroquia de un Don Emilio de turno, que siempre sabrá transmitir con la gracia del Espíritu la palabra de Dios y la esperanza en Jesús.