Casi todo hijo de vecino critica a los Estados Unidos de América por el hecho cierto de haber elegido a quien por donde vivo llamamos “sayón”. Me refiero a ese hombre de tufo raro que se apellida Trump. También clamaron al cielo cuando fueron agraciados los Bush o el actor metido a político, ¿se acuerdan de Reagan? De manera muy distinta fueron acogidas sendas elecciones, las de los deliciosos Jimmy Carter y Bill Clinton; y sin duda la que más aplausos cosechó fue la del elegante, distinguido y excepcional orador, Barack Obama.
La lógica española, capaz de desarrollar batallas ideológicas tan acaloradas como fútiles, cuando es la “no ideología” la que subyace en todas nuestras facciones políticas, empeñadas por ello en simular posiciones irreconciliables, afanadas en separar la harina del azúcar una vez mezcladas en el bol del consenso, alentadas por las crédulas hordas de correligionarios que juran ver lo que no existe, que creen en el milagro que no se produce, distingue entre buenos, si defiendan ideas que adulan a la dictadura de lo políticamente correcto, y malos si la agreden.
Bajo este prisma la visión política de los españoles no puede escapar de la infancia, y no es de extrañar que quienes defienden sin ambages, a las claras, los beneficios yanquis – si no es que en esa tierra los persiguen todos con el mismo vigor – despierten más antipatías en una sociedad como la nuestra, que se apasiona con lo insustancial de lo público, porque desconoce que la política es ciencia y por ello llena de racionalidad. A diferencia de lo que nos ocurre, los presidentes que se han ido sucediendo en sus ya más de 200 años de democracia, si algo han tenido claro es que la libertad política de su pueblo les exige buscar la grandeza de su país, en detrimento de quien sea que se cruce con sus intereses, que ni la patria ni la nación son moneda de cambio, que no hay paños calientes que poner en las decisiones que verdaderamente importan en el seno de una sociedad que es y se siente realmente libre, por dolorosas que resulten a otros. Considerar que un país democrático, el único con democracia formal real en el mundo, el único que ha alcanzado su libertad política colectiva, deba ser criticado en mayor o menor medida según a quien haya elegido para guiar sus designios, cuando posee la facultad de desdecirse de lo dicho y deponer a quien ha puesto tras cuatro años, si no es que la situación aconseja hacerlo antes, según prevé su Constitución, es propio de niños incapaces de rascar más que en la superficie de las cosas.
Aplaudir, si es demócrata el elegido, y arremeter contra el sistema americano, si es republicano el presidente, no deja de ser una estupidez, y al contrario diría que también, si es que al contrario también ocurriera, cosa que no ocurre, al menos con la fuerza que se necesita para que trascienda. Los estadounidenses no piensan en el bien o en el mal del mundo cuando votan. Quizás sea esa la hipócrita manera de entender el fundamento del voto que nos es propia. Quién sabe de las causas que remuerden las conciencias que dan la confianza – quien lo haga, que yo no, porque yo no voto – a quien defiende tus intereses a sabiendas de que perjudican los de otros, y del motivador consuelo que sienten los que otorgan su voto a quien defiende lo ajeno, incluso si perjudica lo propio. Tal es la confusión en la que nos tiene sumido el estado de partidos, confusión que alumbró la socialdemocracia que impera en todas sus facciones, que una acto privado nuestro subconsciente lo convierte en público. Complejos y prejuicios llenan el alma de los siervos españoles, mientras que el pensamiento de una nación libre, libre porque consiguió su libertad por sí misma, sin que nadie se la otorgara, libre porque el colectivo así se sintió al decidir la forma de organización estatal que quería y la de gobernarse que más le placía, no tiene tan torticeros y enredados modos de conducirse. Los votantes norteamericanos no piensan más que en sus intereses personales, ni siquiera colectivos como nación, es que no pierden el tiempo en intentar entender entelequias como el bien común. ¿Por qué digo esto? Porque conocen su sistema electoral, conocen el sistema democrático que en Filadelfia se dio a si mismo tras el periodo de libertad política colectiva que sucedió a la Guerra de Independencia. Lo digo porque saben muy bien que si el 51% de los votos va a parar a un nombre, el resto de los votos no sirven de nada, y será la personalidad que responda a ese nombre quien gobierne por un periodo de 4 años, teniendo enfrente, vigilantes, a los jueces y al Senado. Lo digo porque sabe que los votos sólo dan fuerza, no tienen inteligencia, ni poseen cualidad ni grados de moralidad, dignidad u honestidad según a favor de quién se emitan. Quien en democracia vive conoce su naturaleza, el gobierno de las mayorías frente a las minorías, y que la suma de más votos, todos iguales sin cualidad alguna, no hacen más que dar “directamente” el poder a quien alcanza la mayoría absoluta. Sencilla regla aritmética que fundamenta la mejor forma de gobernarse una nación hasta la fecha descubierta por la humanidad, y creo que algunos años de historia son los transcurridos.
Mantener la tesis que yo niego, la que defiende la dignidad del voto, la nobleza del voto, la altura moral del voto de este o de aquel sector, de ideario tal o cual, sería tanto como afirmar que en un sociedad libre, verdaderamente libre, dueña de su futuro, la mayoría de la ciudadanía es digna hoy e indigna mañana, siendo la misma y teniendo la misma libertad de decisión. Semejante “melonada” se puede afirmar sin ser tomado por iluso o bobo en un lugar que aparenta ser libre, que aparenta tener criterio, se puede afirmar en el mundo de “matrix”, en el fingido mundo el español, al que se hace tan cuesta arriba aceptar lo que el velo esconde que prefiere actuar <> fuera de otro modo.
En Europa no llegamos a entender, pero menos en España, que allí se elige y se depone, que allí se gobierna a pesar de los otros poderes – casi nunca con su beneplácito- que allí se hace política – que no consenso – que allí se defiende a quien te vota, guste o no guste, si se aspira a permanecer en las esferas del poder político tras las siguientes elecciones.
Criticar a la única democracia formal del mundo por sus vicios y perdonar los propios, pasando de puntillas sobre la cuestión de fondo, que no es otra que nuestras reglas de juego son las de una oligarquía de partidos barnizada de democracia, obviar que es allí donde hay representación política de los ciudadanos y separación de poderes, para mayor tranquilidad de la nación americana y prosperidad si hay acierto en las jugadas de los gobernantes, mientras que acá tenemos representación política de los partidos – que no de los ciudadanos – e inseparabilidad de poderes, sustituida de manera grosera por una mera separación de funciones, para mayor desgracia de los ciudadanos que se dejen engañar y mayor intranquilidad de los que sí son conscientes del engaño, no demuestra sino torpeza y falta de perspectiva. Y sin embargo son multitud quienes se entregan al vicio de vilipendiar las decisiones propias del pueblo norteamericano, sin mirarse a sí mismos, sin sentir vergüenza de las carencias propias, claro que en innumerables casos ni conscientes de ellas son.
A veces pienso si no será imposible que la nación española se logre librar alguna vez de la servidumbre a la que voluntariamente se somete, si aborrecerá de su gusto por creer en el régimen de partidos. Partidos que no hacen sino maltratarla, que se han apropiado del poder mientras presumen de lo que no son garantes, de un sistema democrático, pues no hay democracia donde el pueblo no es dueño del poder, donde no es quien lo otorga en préstamo, donde le ha sido robado, donde gracias a la usurpación del poder consumada por los partidos estatales, y mientras funcione el engaño, pueden someter a sus caprichos a la nación.
Pero tenemos otra fórmula para gobernar, la democracia. ¿Trump? ¿Qué le dice el pueblo estadounidense a Trump? Algo que ni en sueños podremos decir al gobernante de turno en España hasta no sean los partidos estatales los dueños del poder, mientras mantengan a las masas integradas en el estado, mientras anulen la conciencia de nación, dividan, encizañen y confundan a la sociedad civil. Le dice algo muy sencillo: “Mientras usted sirva a los intereses mayoritarios de los EE. UU, será respaldado, incluso reelegido, importando poco que su política sea más o menos correcta a los ojos del resto del mundo. Si empeñado en continuar no cumple, o es otro quien entiende mejor las preocupaciones y ocupaciones de nuestra nación, será despedido con cortesía en las urnas, y el pueblo norteamericano seguirá adelante con quien se haya hecho merecedor de su confianza, pues es un pueblo libre y soberano, siendo usted solo su empleado”.
Si alguna vez el pueblo español lograra enfrentar desde un plano superior a los suplicantes de poder que acuden a él, estatus que sólo otorgaría una Constitución verdadera…. si ese día llegara … solo los mejores conseguirían su gracia. ¿Acaso alguien en su sano juicio, teniendo todos los recursos para elegir, se rodea de lo peor? Y si un mediocre consiguiera engañarlo, ¿qué preocupación le acarrearía? Ninguna, ¿acaso preocupa a un empresario contratar a un inepto cuando lo puede despedir a la menor muestra de traición, de incompetencia o de incumplimiento del contrato?, ¿acaso ha de conformarse y aceptar servilmente la situación? No, ¿verdad? Notable diferencia con la situación que atraviesa España.
Deseable sería la prudencia al enjuiciar a una nación democrática, pero más deseable, si cabe, profundizar en el autoconocimiento y en las enseñanzas de quien ya hizo ese camino. Solo así seremos persuadidos de la distancia abismal que separa al gobierno oligarca que sufrimos de llegar a ser democrático.