El término «constitucionalista» ha pasado de definir al estudioso del Derecho político a designar al seguidor de una ideología, el constitucionalismo.
Esta doctrina piensa que la Constitución crea la nación. Y cuando convocan manifestaciones por la unidad de España llaman a filas a sus seguidores, «los constitucionalistas», anudando así la defensa del texto de 1978 y la monarquía de los partidos que instituye con la integridad territorial. Los que no siguen esta Constitución «que nos hemos dado» son enemigos de la nación, de su unidad y, al extremo, del Estado.
Sin embargo, la Constitución no crea ni la nación ni el Estado. España existía con libertades personales y sin ellas. Con monarquía, con república y con dictadura. Esa realidad es un hecho histórico dado y no pertenece ni a una generación, ni a una ideología. Una verdadera Constitución, lo que constituye es la transformación de la potencia del Estado en poderes separados en origen, de modo que estén naturalmente enfrentados como garantía de los derechos de los gobernados.
Tan cierto como que esta falsa Constitución (en tanto que no separa los poderes políticos en origen ni proviene de unas Cortes Constituyentes) no nos la hemos dado, sino que nos la dieron a ratificar tras el pacto para el reparto del poder entre franquistas y traidores a la libertad política, es que el actual proceso desintegrador de la unidad nacional es consecuencia última de ella, como la putrefacción lo es de la muerte.
Entonces, si esta Constitución no ha constituido la nación, ni el Estado, ni ha separado en origen los poderes, ¿qué ha constituido? Pues ha constituido una oligarquía de partidos que precisa del pacto con el nacionalismo para llegar a la estabilidad de gobierno como razón de Estado, a través de un sistema de listas integradoras de las masas en este. Ha constituido un Estado de las autonomías en permanente transferencia de competencias para el reparto del poder. Ha constituido una jefatura del Estado no electiva y por tanto no representativa, sino meramente simbólica.
Todo esto es lo que defienden «los constitucionalistas», que se aferran como salvavidas a un peso muerto que nos lleva irremisiblemente al fondo de la disolución nacional.
Esa es la razón de que estos constitucionalistas hablen como algo positivo de los partidos de Estado y reprochan al adversario no serlo. Sin embargo, hablar de partidos constitucionalistas y de partidos de Estado, en el Estado y pagados por el Estado, es una contradicción irresoluble.
Este constitucionalismo ideológico ha alcanzado la cátedra y en las universidades españolas ya no se enseña Derecho constitucional, se enseña constitucionalismo.
Los defensores de la democracia como forma de gobierno y de la unidad de la nación no son constitucionalistas, quieren una Constitución de verdad para España, que articule las instituciones inteligentes que canalicen las ambiciones de poder, vigilándose unas a otras.
El presidencialismo, representativo por elección en pie de igualdad por todos los nacionales, y la agrupación legislativa de representantes por distritos electorales uninominales, independientemente de su adscripción o no a partidos, garantizan la unidad nacional. Y eso tiene un nombre, la República Constitucional.