En la televisión llaman turba a quienes lo han perdido todo mientras tertulianos y youtubers hocican en el fango mediático. Cómo extrañarse de que los gobernados, intuyendo los intereses en juego y el papel arbitral de la monarquía para su reparto entre los partidos estatales, arremetan contra la clase reinante en toda su extensión.
La falta de adopción de medidas de urgencia como el estado de alarma —esta vez sí—, en combinación con la intervención del ejército en aplicación de la Ley Orgánica de la Defensa Nacional, entre otras medidas imprescindibles, obedece a razones de conveniencia política de las facciones que parasitan al Estado. La concurrencia de ausencia de representación, de la organización territorial y del reparto del poder diseñados por el Estado autonómico y la carencia de una jefatura de Estado electiva con atribución del mando supremo del ejército, ha generado la tormenta sistémica perfecta.
Se dirá que es un hecho puntual derivado de una situación extrema, de una causa particular. Sin embargo, en virtud del efecto Montesquieu, si una causa particular es capaz de poner en un brete al Estado, es que había antes una causa general susceptible de hacerlo perecer por cualquier motivo singular.
El Rey, cúspide de esta organización, pide perdón, embarrado por las consecuencias de su funcionamiento. Pero, ¿por qué, o mejor dicho, de qué pide perdón? ¿De no haber hecho nada por su propia impotencia institucional? ¿De lo que han hecho o dejado de hacer quienes escriben sus discursos y dirigen su actuación exterior? ¿De su propio papel de moderador de los apetitos de los partidos que han dado lugar al abandono de la población?
Un Rey no puede pedir nunca perdón sin dejar de ser soberano. Como dijera el siempre añorado Trevijano en su sermón renacentista de 19 de abril de 2012 en Radio Libertad Constituyente dissoluta est monarchia: «Un Rey que pide perdón pierde hasta la condición de reyezuelo de quita y pon. La relación del Rey con los gobernados es de orden sentimental. Si el sentimiento mítico de la Corona se esfuma, aunque solo sea un momento, nada ni nadie podrá ya restituirlo. Un Rey humillado es un Rey muerto en vida».
Y es que las legitimaciones carismáticas o tradicionales solo se sostienen en el amor o en el temor. Si un monarca no es admirado ni temido, no puede ser nunca respetado. Los gobernados han mostrado con hechos por primera vez la esterilidad del amor no correspondido, y que no tienen miedo después de haberse quedado sin nada. La presencia real, con la comitiva del gobierno saliendo de najas, ha tenido el mismo efecto, que no resultado al menos de momento, del «que coman pasteles» de María Antonieta cuando se le decía que los campesinos no tenían pan.
Cuidado, porque si los súbditos han percibido ya la mentira de la monarquía de los partidos es imposible que su descomposición no haya sido antes olida por las oligarquías. Y si estas concluyen que aquella ya no les es útil, la dejarán caer sin la menor duda. Disuelta en el agua de la riada por este acto de humillación, desaparece la razón ontológica de la institución.
Por eso hay que estar alerta para evitar el continuismo de la relación de poder que sustituya la monarquía de partidos por una república también partidocrática. Volviendo a la misma arenga de Trevijano antes citada, y a lo que nos ocupa «esta vez, la República Constitucional, que es la única alternativa pacífica a la Monarquía de los Partidos, no será fruto de improvisaciones ni de ensoñaciones. Producto de la libertad constituyente y fuente de la democracia representativa, será criterio de racionalización modernizadora del Estado». Que así sea.