Frente a los catalanistas, los constitucionalistas, que fingen haber cogido una perra con la Constitución que nos ha traído aquí, sin explicar por qué el separatismo, que en el 77 rondaba el cinco por ciento, está hoy en el cincuenta.
Nuestros constitucionalistas no son, desde luego, los Founding Fathers, grandes por su humildad para reconocer su fracaso con los Artículos de la Confederación y sustituirlos por la Constitución federal, y prefieren establecerse en lo que, en su “Laberinto”, Octavio Paz llamó “la mentira constitucional”.
–La mentira política se instaló en nuestros pueblos casi constitucionalmente. El daño moral ha sido incalculable y alcanza a zonas muy profundas de nuestro ser. Nos movemos en la mentira con naturalidad. De ahí que la lucha contra la mentira oficial y constitucional sea el primer paso de toda tentativa seria de reforma.
La Transición significa para los españoles lo que la Emancipación para los hispanoamericanos: en observación de Carlos Rangel, una crisis moral, intelectual y espiritual, un rechazo de sí mismos, tal como a ellos los había forjado España (y a nosotros, Franco; y un referirse, para definir una nueva identidad, por una parte a un pasado mítico, pre-colombino, “buensalvajista” (aquí, la Segunda República); y por otra parte a ideas y prácticas políticas exóticas y que no estaban preparados para manejar (¡esta socialdemocracia rampante!): la consagración de la “mentira constitucional” (nuestra capacidad de autoengaño) de Octavio Paz:
–Mentimos por placer. La mentira posee una importancia decisiva en nuestra vida cotidiana, en la política, el amor, la amistad. Con ella no pretendemos nada más engañar a los demás, sino a nosotros mismos. De ahí su fertilidad y lo que distingue nuestras mentiras de las groseras invenciones de otros pueblos… Mentimos por fantasía, por desesperación o para superar nuestra vida sórdida.
Y como la política, los toros, donde todo es mentira, menos lo malo.