Desde el principio el 155 no fue sino un show (lo jurídico era el 116) para enfriar a los de la bandera en el balcón.
La idea del Consenso sigue siendo, para entendernos, que Cataluña sea a España lo que Cuba a Venezuela, un “chulaje” con pasillo madridista (el Barça, más que un pasillo, hace un “calvo”), según lo pactado en la San Sebastián del 30 y en La Moncloa del 78.
–En París me siento parisino de nacionalidad española, pero en Barcelona me siento barcelonés con un exacerbado sentimiento antimadrileño y antimadridista –dice el lúser de moda en España, Manolo Valls, el niño pijo del pintor, por cierto, más envidiado por Tàpies.
Valls es un charletas al que nadie escucha en Francia (¡hizo gigante a Macron!), y viene a España a comerle la oreja, en collera con el novio de Isabel Preysler, que está estudiando la Revolución Francesa, al primer cateto que pasa. Lo hace con el 155, del que nada sabe.
Nadie pide a Valls que hable de “nación política”, “sujeto constituyente” y demás conceptos que él no domina y que el español ignora, pero podría ser útil hablando a los menos espabilados, como Rivera, del artículo 89 de la Constitución francesa, copiada (mal) de la americana por De Gaulle:
–No podrá iniciarse ni proseguirse ningún procedimiento de reforma mientras sufra menoscabo la integridad del territorio. No podrá la forma republicana de gobierno ser objeto de reforma.
Pero aquí, el Consenso, antidemocrático por definición, metió en la melodía de la unidad nacional los coros y danzas del separatismo (¡el troyano que se come como un Pac-Man al sujeto constituyente!), aberración que los consensitos llaman ahora “federalismo”, tratando de hacer de España (hoy, por el sistema autonómico del 78, una voluntad de separación entre unidos) otra América del Norte (desde hace dos siglos y medio, por la Constitución del 87, una voluntad de unión entre separados).
–La democracia es coser heridas –musita Iceta, Bibendum del Consenso, que va de sastrecillo valiente.