Con la reciente querella interpuesta contra Juan Carlos I, promovida, entre otros, por el magistrado jubilado José Antonio Martín Pallín, se desvela una vez más el entramado de hipocresía que define al régimen que aquel coronara. Este acto, que a simple vista podría interpretarse como un ejercicio de justicia, encierra en realidad una contradicción fundamental: quienes ahora denuncian al anterior rey lo hacen desde la cómoda posición adquirida en un sistema que durante décadas ha sido cómplice y arquitecto de su impunidad.
La conducta de Juan Carlos I no es una anécdota aislada ni una excepción en el orden político instaurado tras «la Transición». Al contrario, es un reflejo de un régimen que ha consolidado la irresponsabilidad de la Corona como una de sus piedras angulares. Bajo la falsa apariencia de una monarquía parlamentaria, que incluso algunos se han atrevido a decir constitucional (sin saber lo que significa ni lo uno ni lo otro), la realidad ha sido la de un pacto que garantizaba la inmunidad del rey. Incluso, cuando sus acciones contravenían los principios básicos de la ética pública y el derecho.
Este modelo es fruto de un diseño deliberado. El artículo 56.3 de «la Constitución» consagra la inviolabilidad del rey, una disposición que en la práctica se ha traducido en un blindaje absoluto frente a cualquier forma de rendición de cuentas. Mientras el hijo de don Juan desempeñaba su papel como garante del equilibrio y árbitro del reparto entre las fuerzas políticas del régimen, todas las instituciones —desde el poder judicial hasta los medios de comunicación— se alinearon para protegerlo. ¿Cómo es posible que antes de ceder el puesto fuera la personificación del hombre de Estado prudente y sabio, adornado con todas las virtudes, que condujo magistralmente «la Transición», y ahora sea súbitamente poco menos que un golfo sin escrúpulos?
Es precisamente ahora, cuando la figura de Juan Carlos I se encuentra debilitada y desacreditada, cuando algunos sectores se atreven a actuar contra él. La querella de Martín Pallín no representa un cambio estructural ni un avance real hacia la justicia legal, sino un acto de oportunismo que busca explotar el descrédito del abdicado, sin cuestionar las bases del régimen que lo protegió.
Aquellos que enarbolan ahora la bandera de la legalidad contra Juan Carlos I han mantenido un cómplice silencio durante décadas. Solo cuando su caída en desgracia ha resultado evidente, han decidido desvincularse de su figura. Como si ello bastara para borrar su propia responsabilidad en el mantenimiento de un régimen corrupto.
La hipocresía no se limita a los impulsores de la querella, sino que también alcanza a los medios de comunicación que ahora amplifican las denuncias contra el defenestrado monarca. Esos mismos que durante años legitimaron el silencio en torno a sus abusos, han optado ahora por una conveniente posición crítica. Pero este cambio no responde a un despertar moral, sino a la simple constatación de que Juan Carlos ya no es útil como símbolo del consenso.
No es solo un problema de corrupción individual, sino un síntoma de un régimen político incapaz de garantizar la igualdad ante la ley. Mientras este siga blindando a sus prebostes con privilegios jurídicos y políticos, cualquier intento de justicia será meramente cosmético. La solución no pasa por perseguir de manera aislada a un rey caído en desgracia, sino por la ruptura democrática que establezca una república constitucional donde la ley sea verdaderamente igual para todos.
La querella contra Juan Carlos I es un síntoma, no una solución. Es un intento tardío de expiar la complicidad de un régimen que ha hecho de la hipocresía su modus operandi. Mientras no se cuestione el artificio en su totalidad, este tipo de actuaciones no es que sean insuficientes, sino que son, en el fondo y en la forma, incoherentes.
Magnífica exposición de como los oportunistas del Régimen, medran y adquieren notoriedad y prestigio para sus actuales manejos. Enhorabuena.