Valencia ha sido escenario de una doble catástrofe: la devastación provocada por las inundaciones y el desnudo institucional que exhibe la naturaleza del régimen político español. Más allá de las imágenes de las calles anegadas y las familias desplazadas, se ha demostrado la incapacidad de la monarquía de los partidos y las autonomías para hacer frente a situaciones de crisis, alimentadas por la ausencia de una verdadera representación de los gobernados.

Por algo, la oposición al gobierno regional de Mazón pide a Feijóo que lo destituya. Porque los valencianos no pueden hacerlo, ya que tampoco fueron ellos quienes lo eligieron en su momento. Quien eligió al presidente autonómico fue el partido, y el acuerdo con otra formación política fue lo que permitió alcanzar el gobierno. No fueron los ciudadanos, quienes únicamente ratificaron su postulación en las urnas.

Lo mismo ocurre con Sánchez en el gobierno central, donde los votantes asisten como meros espectadores al mercadeo de sus votos, para que los partidos encumbren o defenestren a los líderes de estos partidos. Las inundaciones han dejado al descubierto no solo la fragilidad de las infraestructuras, sino también la desconexión entre gobernantes y gobernados, propia de la falta de representación. Las medidas de emergencia no llegaron, y la administración partidocrática mostró una vez más su impotencia para responder a las necesidades reales.

Esa desconexión entre legisladores y legislados cristaliza en leyes que responden a intereses partidistas, en lugar de a las necesidades sociales​. Valencia, con su reciente tragedia, es prueba de esta falta de intermediación: la ciudadanía, inundada tanto por el agua como por la indiferencia política, se encuentra desamparada.

La naturaleza ha ejercido como juez de la inoperatividad del régimen. No se trata de un simple capricho de la naturaleza, sino de un espejo implacable que refleja la incompetencia de un Estado más preocupado por las relaciones de poder entre partidos que por cumplir con su función primordial: proteger la vida de los nacionales.

Ahora, pasada la tormenta en un régimen de servidumbre voluntaria disfrazado de democracia, el pueblo no exige responsabilidades, sino subsidios; no reclama justicia, sino ayudas para paliar las consecuencias de aquello que pudo haberse prevenido. Y así, los gobiernos central y autonómico, sin temor al castigo electoral, perpetúan una cultura del parche: obras apresuradas tras cada desastre, discursos vacíos, y promesas que no se cumplen.

Pero la naturaleza no negocia ni acepta sobornos. Su veredicto es definitivo. Las inundaciones de Valencia no solo arrasan calles y hogares; evidencian también la ineficacia de unas instituciones diseñadas no para servir, sino para gobernar sin control.

Las recientes inundaciones son más que un desastre natural; son un grito de auxilio de una población cansada de ser ignorada por partidos monopolísticos de las instituciones, que priorizan sus propios intereses sobre las elementales necesidades del común.

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