Oigo en la radio que Urdangarín, de pies ligeros, no irá a declarar ante el juez como todo el mundo, entrando por la puerta habitual del Juzgado, andando como todos los testigos o imputados del mundo, desde el más pobre al más rico. No; el aquileo Urdangarín entrará como quiere Urdangarín, atleta sin Píndaro, plegándose el valiente juez a sus deseos, corriéndose el riesgo de que las concesiones del juez se conviertan en lecho de Procusto para la Justicia en España, que en teoría debe ver igual a todo justiciable. Como parece que nuestra Justicia con el eácida Urdangarín va a quebrar el establecimiento de normas universalmente válidas, cayéndose en una ética de la situación ( ¡qué contento estará Zapatero! ), ¿por qué no va el Juez a la casa del alontanante Urdangarín, y entrando por la puerta de la servidumbre – como le corresponde – le toma declaración? Así se evitarán más desasosiegos del pie-raudo Urdangarín y la Infanta. Ya de puestos, una Administración de Justicia lacaya de la Corona a las claras tendrá mucho más sabor estético. Hasta podrán invitar al juez con peluca blanca, toga, muceta y puñetas a tomar chocolate con churros en compañía de los demás sirvientes. No me digan que el cuadro no es encantador. Sólo falta un cantante del sindicato de la ceja entonando una balada. Pero la monarquía debería recordar que primero nació el Rey para sus vasallos que para sus parientes o amigos.

Pero lejos de beneficiar a la Corona estos reverentes gestos untuosos y miramientos cortesanos, podría concitar la misma, por el contrario, cierta repugnancia popular, al contemplar el pueblo que tan mal lo está pasando bajo una brutal crisis, que el pueblo no ha generado, que quienes como meros figurantes orbitan sobre el corazón de la Monarquía pueden romper sin ningún problema el tradicional modo de comportarse del justiciable. No sufre mancha alguna lo precioso de la púrpura real. ¿Cómo se puede permitir una acción que declina de la virtud y de las leyes en quien es alma de ellas?

Si la venalidad y la corrupción múltiples del marido expedito de la Infanta andan con sus pies ligeros sobre mullidas alfombras rojas para declarar ante el Juez galante, enseñoreándose de la Administración de Justicia, la gente puede empezar a pensar que esta paz que se disfruta bajo esta monarquía progre es peor que la libertad política verdadera, y que realmente la paz, esta paz, no es una paz civil, sino un reglamento de sirvientes obedientes, una omertà de facinerosos. Además, donde reina la codicia, falta la quietud y la paz.  Afortunadamente para el buen nombre de la Casa Real y de la Justicia me acabo de enterar por El Imparcial que el juez no hará distingos, en contra de lo publicado por otros medios, y el presto Urdangarín hará en Palma  el paseíllo como todos los justiciables. Y tampoco estaría bien que la Justicia, sensu contrario, se cebase ahora en Urdangarín, atleta sin Baquílides. En ese caso yo le defendería con mi forminge de polícromos sones. Ni una cosa ni la otra.

Quizás la monarquía tuviese más futuro si el veloz Urdangarín, víctima de sí mismo, de su propia codicia, se entregase como chivo expiatorio de este país corrupto, cayendo de hinojos ante el juez comprensivo, y pidiese un castigo ejemplar que purifique su conciencia, y lo dejase limpio ante sí mismo primero, y luego ante los demás compatriotas. Ese comportamiento sería el mayor regalo a la Monarquía, y el mayor gesto de amor a su mujer, pues no puede haber engaño que no se componga de la malicia y de la mentira, y ambas son opuestas a la magnanimidad real. Además, ¿qué puede durar  lo que se funda sobre el engaño y la mentira? Más reinos derribó la soberbia que la espada; más príncipes se perdieron por sí mismos que por otros.

Entre este pueblo español hebetado, vicioso y corrompido hasta más adentro de lo que nadie puede imaginar, también hay sin duda gente buena y honrada, generosa de corazón, que sentirá lástima por el ágil reo ilustre, y no consentirá que los ánimos cobardes de buena parte de este pueblo se ceben en él como sobre una estrella declinante, antaño idolatrado y envidiado, sin ninguna sombra, como un sol al mediodía. Al fin y al cabo los príncipes también son de barro, sujetos a la lepra y a las miserias humanas. Quizás el castigo ejemplar sobre un cuñado poco inteligente, asegure con su sacrificio la continuación de la Monarquía en Felipe VI, siempre que la futura Reina no limite a sus partidarios con sus manías progres. Quien depende de muchos en muchos peligra.

Los monárquicos que consideren que estas páginas van contra la monarquía, deberían recordar, sin embargo, que más príncipes hace malos la adulación que la malicia. No nace el respeto de lo que se ama, sino de lo que se admira. El caso Urdangarín nos enseña una vez más que si los buenos se suelen hacer malos en la grandeza de los puestos, los malos se hacen peores en ella. Y si puede la malicia llegar a merecer honores, ¿quién seguirá la virtud? Además, premiar al malo o transigir con él es acobardar al bueno y dar fuerzas y poder a la malicia. ¿Quién iba a decirnos que el mayor peligro de la Monarquía iba a nacer de ella misma, como de la serpiente de la que hablaba Esopo?

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