El argentino Bergoglio ha hecho en la Plaza de San Pedro de Roma un rulo teológico propio del Quevedo de “con los doce cené: yo fui la cena”:
–La comida no es propiedad privada.
Lo dijo pensando, ay, en los niños hambrientos del Sudán del Sur, no en los pimpollos de las “tres comidas errejonas” al día en Venezuela, donde el madurismo, ese “revolucionismo” secular ya sólo sostenido políticamente por El Vaticano de Bergolio y la Unión Europea de frau Merkel, enseña que la Caída habría sido el establecimiento de la propiedad privada:
–Antes de existir esa institución “antinatural”, los hombres eran todos iguales y dichosos, y volverán a serlo automáticamente al quedar ella abolida.
Así, pues, el dinero público no es de nadie (Calvo de Cabra) y la comida no es propiedad privada (Bergoglio). En estos dos ucases se resumen los “Orígenes de la Familia, de la Propiedad Privada y del Estado” de Federico Engels, quien al final lo reduce todo a la dieta, como un Grande Covián rojo en palto levita.
–¿De dónde proviene que cuanto más delicados y sabrosos son los manjares, como gallinas y perdices, tanto más presto se hastía de ellos el estómago, y por el contrario, come el hombre carne de vaca todo el año sin darle molestia ninguna, y comiendo gallina tres o cuatro días seguidos, al quinto no las puede oler sin revolvérsele el estómago? –quiere saber, ya en pleno XVI, Juan de Dios Huarte en su “Examen de ingenios”.
Trotski, arrestado en Madrid por ladrón de caballos (“no he montado en mi vida a caballo, y creo que será el único caso en el mundo de que a un judío se le haya acusado de cuatrero”), anticipó en “Literatura y Revolución” el cielo en la tierra que sobrevendría a la abolición de la propiedad privada:
–El hombre será mucho más fuerte, mucho más perspicaz, mucho más fino. Su cuerpo será más armonioso, sus movimientos más rítmicos, su voz más musical. El promedio humano se elevará al nivel de Aristóteles, de Goethe, de Marx.
Y de Bergoglio, claro.