El atropello al sentido común cometido por el Tribunal Supremo de EEUU tendrá unas consecuencias incalculablemente nefastas. Sin necesidad de ardides ni disimulos, la plutocracia tomará cuerpo institucional, con la ilimitada capacidad de influencia política que se otorga al “big business” y a sus voceros mediáticos y correas de trasmisión publicitarias. La honorable tradición garantista de la Corte Suprema estadounidense (que tuvo un papel decisivo en la lucha contra la segregación) queda mancillada, no sólo por la carta blanca al poder corruptor del dinero en las campañas electorales, sino también, por su oprobiosa fundamentación jurídica. Es un verdadero escarnio apelar a la defensa del derecho a la libertad de expresión de unas corporaciones que se han enseñoreado de los medios de comunicación. No se trata de una nueva disposición de las cosas, que favorezca a los candidatos republicanos (o demócratas) inclinados a resguardar los intereses especiales de los que serán sus más importantes patrocinadores, sino de un golpe demoledor –como ha señalado Obama- a la democracia norteamericana. Frente a la deriva de allí y contra la partidocracia (y su banca condonante) de aquí, cobra toda su relevancia y pertinencia la necesidad del desmantelamiento de las actuales campañas electorales, para instituir en un sistema democrático el acceso gratuito y en igualdad de condiciones a los canales de información y opinión, de los candidatos presidenciales y de los aspirantes a la representación de sus distritos. En España, la estabilidad reaccionaria del régimen se reviste de apoyatura institucional (financiación pública reservada a los que disponen de funcionarios parlamentarios) a las organizaciones que encauzan y realizan los “soberanos deseos del pueblo”, de tal manera que éstos sean siempre conducidos por la limitada senda de los partidos encajados en el Estado. Este apadrinamiento sistemático de los “ganadores” del Poder nos condena de forma irrecusable al círculo del despotismo. Monopoly (foto: Quite Adept) No sería censurable que los partidos políticos, conforme a su sentido de la estética, abusaran del autobombo y organizasen sus verbenas, si lo hicieran con el dinero de sus afiliados; pero que todos corramos con sus gastos para que nos opriman desde el Estado revela la pusilanimidad e indiferencia de la sociedad civil que consiente semejante aberración.