Si en algún momento en España ha habido un Estado de derecho, ya ha dejado de haberlo, para convertirse en un “Estado del consenso” que lo puede todo, incluso abolir el imperio de la ley, el principio de legalidad, el sentido común y la moralidad de los gobernantes.

La Revolución Francesa intentó sustituir a Dios por la “suprema razón”. En España, con la Transición, el Estado de derecho ha sido suplantado por el “Estado del consenso”, y el imperio de la ley por el imperio del pacto y reparto del Estado y de los dineros de los ciudadanos, que es el significado real y efectivo de consenso; en sentido vulgar, sinónimo también de trapicheo, chanchullo, cambalache, enjuague, etc.

El primer artículo de la Constitución de 1978 proclama que “La soberanía nacional reside en el pueblo español”. En la práctica, la ficción y mito de la soberanía, que no es más que el poder para cambiar las cosas, sobre todo las importantes, reside en los partidos políticos, en los jefes de esos partidos que por consenso no tienen más límite que Dios. Pueden hacer cualquier cosa salvo convertirse en inmortales; pueden por ejemplo y por citar un tema de actualidad, incluir en el artículo 155 de la Constitución facultades que el mismo no prevé, como cesar autoridades y convocar elecciones, a pesar de que para las circunstancias excepcionales que describe –incumplir las obligaciones que impone la propia Constitución o atentar gravemente al interés general de España- sólo permite dar instrucciones que si no son cumplidas por las autoridades de las Comunidades Autónomas, procede aplicar el Código Penal (delitos de desobediencia, sedición e incluso rebelión si media violencia); pero en modo alguno destituir autoridades o convocar elecciones, aunque dentro de algún tiempo, y por mor del “supremo consenso”, el Tribunal Supremo o el Tribunal Constitucional, declaren que como el 155 no lo prohíbe expresamente, el Gobierno puede cesar al Presidente de la Generalitat y nombrar para el cargo al Papa, a Mouriño o al Pato Donald.

La llamada Constitución de 1978 en realidad, de constitución no tiene nada, no es más que una ley otorgada y plebiscitada. Simplemente porque no articula la separación de los poderes del Estado, sino todo lo contrario. Entre otros muchos argumentos baste aquí señalar desde un punto de vista histórico que ya La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (artículo XVI), aprobada por la Asamblea Nacional Constituyente francesa el 26 de agosto de 1789 literalmente disponía que “Una Sociedad en la que no esté establecida la garantía de los Derechos, ni determinada la separación de los Poderes, carece de Constitución”. Más claro agua.

Nadie que mire y vea puede afirmar que en España hay separación entre los poderes legislativo y ejecutivo; la mera existencia en el Congreso de unos bancos azules reservados al Gobierno, como dicen ahora los cursis y los progres, visualiza que esa separación entre el poder ejecutivo y el legislativo es inexistente. Para que esa separación exista, ambos poderes deberían ser elegidos mediante elecciones separadas. Como ciudadano exijo elegir directamente al jefe efectivo del poder ejecutivo, en España al presidente del Gobierno. Según la llamada Constitución, el presidente lo es por pacto de reparto entre los jefes de los partidos, no por elección de los ciudadanos. Siempre los partidos, sus jefes, los reyes-sol de la farsa, y si pactan, se ponen de acuerdo o consensuan, soberanos con absoluto poder; los ciudadanos en general, especialmente los que acuden a votar, sus súbditos.

El poder kudicial –que es suficiente con que sea independiente del legislativo y del ejecutivo, no es necesario nada más–, el encargado de aplicar el Código Penal redactado para los “roba gallinas” según su presidente, ¿quién elige el gobierno del poder judicial? Casualidad tal vez, los mismos que eligen e invisten al jefe efectivo del poder ejecutivo, otra vez los “diputados de partido” previo consenso entre los jefes de estos últimos, secuestradores efectivos de la soberanía nacional.

Dicen que España es futbolera. Imaginemos, sólo imaginemos, un partido R. Madrid-FC Barcelona por consenso. En el minuto 14´ el defensa del RM comete el penalti previamente pactado. ¡Qué emoción! El delantero de FCB, dispuesto para lanzar el penalti, chuta fuera de la portería, también según lo consensuado. Decepción en la grada. Minuto 75´, despiste acordado del lateral del FCB, ¡gol! del RM. Termina el partido, algunos hinchas y hooligans del RM lloran de emoción, no saben que este año el partido de vuelta en Barcelona el FCB lo ganará por una diferencia de dos goles; están convencidos que sus gritos de ánimo son decisivos para el resultado del encuentro.

¿Acudirías tú al estadio para disfrutar como espectador de un partido arbitrado por la regla del consenso previo entre los dos equipos, incluido el reparto de goles y puntos?

¿Participas con tu voto en unas elecciones ratificando lo que otros ya han acordado o consensuarán con posterioridad, prescindiendo del sentido con el que has votado o incluso en contra del mismo?

¿Se parece en algo lo que te ha prometido el partido político al que has votado y lo que ha acordado y repartido por consenso con otros partidos políticos?

El consenso es la más antidemocrática de las reglas por dos elementales razones: porque anula la separación de los poderes y porque neutraliza la representación política de los electores, que son los dos elementos esenciales cuya concurrencia permite hablar de “democracia como forma de gobierno”. La ausencia de alguno de esos dos elementos, de la separación de poderes, que no sólo de funciones, o de la representación política efectiva de los electores, convierte el régimen en otra cosa que ya no puede calificarse de democracia; oligarquía, partidocracia, plutocracia, incluso dictadura.

Un último apunte. La separación de poderes, especialmente la independencia del poder judicial, si bien no evita la corrupción, es el antídoto institucional más efectivo contra la misma.

Súbditos españoles, seguid votando, porque elegir, elegir, no os dejan elegir nada; a lo sumo podéis ratificar mediante el voto lo que otros han elegido previamente por vosotros. ¡Atención! El consenso. ¡Cuidado con la cartera!

Sapere aude.

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