Lo malo de organizar la vida pública al margen de la verdad es que luego hay que jugarse la convivencia con fetichistas de las palabras.

Los fetichistas de la palabra “República” nos llevaron a la guerra civil. ¿Qué era, para ellos, “república”? Todo lo que no pareciera “monarquía”.

Y los fetichistas de la palabra “Democracia” nos llevan a la “espantá” de España, no como nación, cuya “constitución material” excede al poder de destrucción del fetichismo, sino como Estado. ¿Qué es, para ellos, “democracia”? Todo lo que no parezca “franquismo”. (¡La que le cayó al ex futbolista Stoichkov por decir “franquista” a una Mary Pikford de Valladolid!). Si Franco defendía la unión, un “demócrata” debe defender la separación, y estos fetichistas van tan lejos que entienden por “separación de poderes” la fórmula franquista “unidad de poder y coordinación de funciones”. Es la “pelea de negros en un túnel” que veía Ortega al denunciar el “fenómeno monstruoso” de extranjeros pretendiendo intervenir en un país sin saber nada de él, ni del suyo propio:

¿Con qué títulos intenta inmiscuirse en otra nación un inglés de Londres que no sabe ni lo que ocurre en Liverpool?

Nuestro embajador en Londres se ha pasado la Semana Santa discutiendo con el editorialista del “Times”… ¡la “separación de poderes”!, ese invento americano que ni Inglaterra ni España conocen. Inglaterra es un régimen parlamentario de gabinete: el poder legislativo nombra el poder ejecutivo. Y España es un Estado de partidos, cuyos jefes eligen el poder legislativo que nombra para el poder ejecutivo al jefe de partido que lo puso en la lista más ratificada. En cuanto a la Justicia, no es poder (“presque nulle”, dice el barón), sino autoridad, y vale lo que su independencia.

La monserga de llamar a la rebelión catalana “golpe contra la democracia” es una majadería del centrismo “fin du régime”. Unos oportunistas zafios lo inauguraron y otros oportunistas zafios aspiran a clausurarlo.

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