Siempre se ha dicho que la historia comienza en Sumeria, que allí, hace alrededor 5500 años nació la escritura y, que Egipto, China o India ocupan un lugar fundamental en el nacimiento del devenir histórico. Pero es el occidente europeo, tantas veces atravesado de muerte por ella, el verdugo y la víctima a partes iguales, de su devenir.
Tras el colapso del Imperio romano, su amable geografía alimentó las ambiciones expansionistas de los pueblos nómadas de las estepas y permitió la posición dominante y el asentamiento definitivo de las tribus germánicas, que en buena medida estaban ya romanizadas. A partir de ahí, una serie de rupturas acabarán conformando el germen del que surgirán las naciones. La primera de estas rupturas, en el ocaso del Imperio, fue la negación o el abandono del mundo antiguo, para emprender la tarea de la expansión por todo su territorio de la fe cristiana; sumergiéndose así en un milenio de reflexión y espiritualidad que conocemos como Edad Media (curiosa también la manera, única por su densidad, de concebir la historia, dividiéndola en períodos marcados por un acontecimiento o una serie de ellos).
Contrariamente a la extendida, pero falsa afirmación de que la Edad Media fue un período oscuro marcado por la barbarie y la superstición, la Europa medieval será la sólida base sobre la que se alce la gran cultura europea.
De Agustín de Hipona, (San Agustín) teólogo, filósofo, teórico político y pensador fundamental en los siglos IV y V, a Isidoro de Sevilla, (San Isidoro) considerado uno de los padres de la Iglesia que, entre los siglos VI y VII desarrolló una obra enciclopédica monumental que compilaría todo el saber y los conocimientos desde el mundo antiguo hasta sus días.
En el ámbito político y militar destaca en el siglo VIII, la figura de Carlomagno, configurador primigenio de la idea de Europa.
La desaparición del Imperio carolingio traerá consigo el feudalismo y la sociedad estamental. En 1188 se celebran las Cortes de León, las primeras cortes medievales, que engendrarán el concepto de la representación. Finalizando el siglo XIII aparece la figura de Marsilio de Padua, primer gran teórico del Estado y cuya influencia perdurará durante siglos.
Pero tiene que llegar el Renacimiento y la Edad Moderna para que fe y razón se encuentren y comience el proceso de aceleración histórica de Europa.
El Renacimiento, con su inteligente mirada al mundo antiguo, conmoverá los cimientos del medioevo y lanzará a todo el continente a una búsqueda progresiva de nuevas formas en el arte, el pensamiento político, la filosofía, los avances y descubrimientos científicos, la arquitectura o la música que, siendo la forma más abstracta del arte, no ha conocido un desarrollo similar en ninguna otra parte del globo. Este impulso iniciado en el Renacimiento, alcanzará su apogeo en el descubrimiento del Nuevo Mundo y la circunnavegación de la Tierra, que harán posible la extensión e implantación de la cultura europea en todo el continente americano y, que terminaría imponiéndose hegemónicamente sobre las demás en todo el orbe.
Pero, al igual que en la España de las taifas entre guerras y continua corrupción, se desarrollaron las artes, las ciencias y las letras de manera más que notable, todos los avances alcanzados por Europa en el mismo sentido, lo hicieron también entre hambrunas y guerras; el occidente europeo siempre ha estado en continuo conflicto y los períodos de paz han sido escasos a lo largo de su historia. Podríamos considerar este hecho como una prueba de dinamismo, de transformación constante. Detrás de cada guerra parece haber una enseñanza nueva, detrás de cada contienda civil, un nuevo concepto para intentar erradicarlas, Pero no hay freno para esa velocidad de crucero alcanzada por la historia europea, en la que las guerras parecen ser el motor de cada uno de los avances. Uno de estos logros es el de la representación política, alcanzado en Inglaterra a finales del siglo XVII, tras una serie de guerras civiles que duraron más de cuarenta años.
El llamado Siglo de las Luces, se me antoja que vino más a deslumbrar que a iluminar, unas luces que no solo no acabaron con las guerras, sino que las transformó y las convirtió en aún más crueles, dándole la extremaunción al lema de la Revolución francesa: Liberté, Égalité, Fraternité.
Una de estas luces, la encarnada en Charles Louis de Secondat, Barón de Montesquieu, sí fue a iluminar con éxito la Revolución americana que fundaría los Estados Unidos de América, tomando esta nueva nación la caña del timón de la historia, que había quedado sin gobierno en una Europa en permanente sangría, cuyo final aún no acertamos siquiera a intuir.
Cuando en la Revolución francesa se decretó el fin de la historia, se acertó en el enunciado, pero fallando en el resultado. Los acontecimientos posteriores dieron al traste con aquella absurda aspiración de la voluntad, y si a partir de su año cero comenzó el fin de la historia en Europa, también el principio de su decadencia. El viejo continente siguió dando a luz mentes claras e imaginativas que, con los materiales fundantes de su espíritu universalista, llegaron a producir nuevos conceptos e ideas, transmutadas después en sangrientas ideologías, anunciando el apocalipsis terrible del siglo XX.
Otros cantaron y predijeron su decadencia. Tema fundamental que dará lugar al nihilismo, la tristeza y el desencanto.
Nos cuenta George Steiner en La idea de Europa que, entre 1914 y 1945 «De Madrid al Volga y del Ártico a Sicilia, 100 millones de personas perecieron a causa de la guerra, las hambrunas, la deportación, las limpiezas étnicas y los brutales horrores de Auschwitz y el gulag».
Tanta sangre, ¿para qué? Después de la Segunda Guerra Mundial, Europa quedó destruida, dividida y rendida al vasallaje que le impusieron los dos hegemones. Las leyes de la apariencia, característica propia de la Inglaterra de la Edad Moderna, adquieren su forma definitiva en el occidente europeo.
«… La resbaladiza pendiente de silencio, humillación y soledad en el seno de una física social regida por las leyes de la competencia y la apariencia, donde el hombre se ve obligado a recomponer cada noche los profundos tajos de su rostro…», en palabras de Martin Walser.
Europa fue raptada, su cultura asimilada y su realidad reducida a un recuerdo lejano.
Huérfana de democracia representativa, la apariencia de democracia de los Estados de partidos impuesta por los EEUU al finalizar la guerra, anula y pervierte el principio de representación política, dejando de paso, inerme a la sociedad civil y, degrada la verdadera separación de los poderes del Estado, esto es: del ejecutivo respecto del legislativo.
Las socialdemocracias europeas, no son otra cosa que un híbrido entre un maquillado fascismo mussoliniano, en tanto que integra a las masas en el Estado a través de los partidos –que son estatales y no civiles– y un totalitarismo de baja intensidad, en el que el Estado se erige en demiurgo social traspasando los márgenes de la privacidad. Así podemos observar, la intrascendencia política actual de la vieja Europa, al tiempo que, con tristeza, contemplamos su intrascendencia cultural, basada en el mercado, el consumo masivo, la chabacanería más grosera y la manipulación. La Cultura en Europa, también es cultura de Estado.
Europa ha sido el verdugo de sí misma.
Excelente