Recuerdo que mi profesora de lengua durante el bachillerato explicaba y repetía frecuentemente que “quién desconoce el significado de las palabras que utiliza, o cambia arbitrariamente el sentido de las mismas, está condenado a no conocer ni entender la realidad de las cosas”. Por ejemplo, y esto no es de mi profesora, el que utiliza frívolamente el término democracia, con cualquier sentido, incluso para referirse a objetos materiales como democrático autobús, comida democrática, cine democrático, etc., es imposible que descubra los elementos que identifican la esencia de la democracia.
Cada palabra es un significante con un significado. Cambiar el significado o el sentido de las palabras es un arma política que las élites utilizan para imponer sus valores, principios y verdades, sobre los de la mayoría social, hasta conseguir que esta última asuma aquellos valores, y acepte voluntariamente los mismos como algo natural y conveniente, incluso que los adopte y los convierta en propios.
El uso reiterado de eufemismos suaviza la percepción psicológica de la realidad, aunque esta sea agria o delictiva, y abona la interiorización de mitos colectivos. No llamar a las cosas por su nombre, inventar palabras o expresiones para identificar o describir determinadas cosas o situaciones, es un medio para disfrazar y distorsionar la realidad. Un ejemplo muy presente en los medios de comunicación españoles es el adjetivo sustantivado “la roja”, que se utiliza para evitar hablar, cuando se refiere a la de futbol, de la “selección española”, o la muletilla “este país” que se utiliza para evitar pronunciar la palabra España; o el “derecho a decidir” eufemismo del “derecho de autodeterminación”.
No hay artículo periodístico o comentario en los medios de comunicación que no utilice algún término o concepto con un significado diferente del original o del que ha adquirido con el paso del tiempo, y no se trata de meras licencias literarias. Por mor de esta técnica, con el objetivo de disfrazar y dulcificar la realidad, y presentarla bajo parámetros de lo que la socialdemocracia considera políticamente correcto, el paro es ‘tasa de desempleo’; la crisis ‘desaceleración económica”, “crecimiento negativo” o “crecimiento decreciente’; la rebaja de salarios ‘devaluación interna’; los despidos colectivos son ‘flexibilidad laboral’; el cierre de empresas ‘cese de actividad’; la explotación laboral “economía sumergida”; la supresión de derechos sociales ‘reformas estructurales’; desfalco es “desvío de fondos”; pobre “persona en riesgo de exclusión social”; soborno “tráfico de influencias”; separación matrimonial “cese temporal de convivencia”; víctimas inocentes son “daños colaterales”; atentado terrorista un “accidente mortal”; un aborto “interrupción voluntaria del embarazo”, eutanasia “muerte digna”; sacerdote “técnico espiritual de grado medio”; etc., etc., etc.
La destrucción de la correspondencia entre el significante y el significado de las palabras es una de las herramientas que las ideologías utilizan para captar y fidelizar adeptos. La socialdemocracia emplea magistralmente este recurso, tanto para presentarse y ofrecerse, como para describir la realidad dentro de los parámetros que considera políticamente correctos.
Aunque los planteamientos actuales de la socialdemocracia están muy alejados de los que hicieron surgir esta ideología, sí ha conservado sin embargo la técnica de manipular el lenguaje. Veamos, comenzó por disfrazar el significado de la ideología de la que trae causa; inicialmente mantiene la marca “marxista”, y a la vez que se autoproclama representante y defensora de la clase trabajadora se integra y participa de los beneficios de los regímenes liberales capitalistas; Lenin dirá con amargura que “la socialdemocracia sólo toma partido por los trabajadores y se pone de su lado cuando estos últimos no lo necesitan”. Tras la Segunda Guerra Mundial la socialdemocracia abandona el marxismo y se centra en administrar el denominado “estado del bienestar”, que alimentará en la medida y en la dirección que le permite mantener y controlar el poder político.
La socialdemocracia como prototipo de “ideología pura del poder”; apropiada e ideal para amparar y sostener a los políticos oportunistas; se caracteriza por presentar una realidad edulcorada por valores que pueden ser unos y los contrarios, y ambos además al mismo tiempo; todo es posible y defendible, depende del momento y de quién lo hace, es el relativismo práctico y la moral efectista. Recuerdo a Marx, no al pensador cuyos planteamientos cambiaron el mundo, me refiero al cómico neoyorquino cuando sin ser consciente de ello pero encarnando al perfecto socialdemócrata ilustrativamente manifestó: “mis principios son estos pero si no le gustan no se preocupe que tengo otros”.
Y cuando la manipulación del lenguaje resulta insuficiente para lograr el objetivo, las élites socialdemócratas no dudan en recurrir a la mentira pura y dura, incluso burda: el aumento de la deuda pública de los estados está provocado por el exceso de gastos sociales, por las políticas económicas neoliberales, neocomunistas, etc.
Los medios de comunicación dominados por esas élites socialdemócratas siguen al pie de la letra el principio Goebbeliano de “una mentira repetida mil veces, como poco, adquiere apariencia de verdad”; repitiendo machaconamente los términos que distorsionan la realidad que se trata de ocultar o manipular, hasta lograr que algunos de esos términos se incorporen al vocabulario de los ciudadanos, integrándose inconscientemente en la argumentación que estos últimos, sin casi darse cuenta, interiorizan y utilizan como propia. A poco que se observe inmediatamente se percibe que determinados adjetivos comienzan a repetirse; de repente casi todo debe ser “sostenible”, la economía, el crecimiento, el empleo, etc.; todo es “integral”, “progresista”, “avanzado”, “multi” o “pluri”. Si preguntas a quién emplea estos términos por su significado las respuestas son demostrativas de que sólo se trata de palabrería.
La educación, la cultura y sobre todo los medios de comunicación, se convierten en instrumentos para conseguir la hegemonía cultural, cuyo objetivo implícito es legitimar el discurso de la clase dominante o de sus élites, ocultando los intereses reales bajo la apariencia de objetividad, supuestos beneficios sociales, buenos resultados, buena gestión, aparente tolerancia, etc.
Sapere aude