Hace ya casi 60 años de la muerte de Albert Camus. Modelo de escritor comprometido, y hombre de izquierdas, como él mismo se llamaba, “a pesar de ella y de mí mismo” siempre quiso mantener su independencia intelectual, lo que le acarreó violentos ataques por parte de la intelligentsia de la época, encabezada por Jean-Paul Sartre, de obediencia debida a los dictados de la URSS, a la que Camus llamaba “horrible sociedad intelectual” en un discurso que todavía produce un nudo en la garganta cuando se lo escucha en boca de su autor:
“Yo sé, en todo caso, solitario o no, hacer mi oficio, y si lo encuentro a veces duro, es porque se ejerce en esta horrible sociedad intelectual en la que vivimos, donde se hace un punto de honor de la deslealtad, donde los reflejos han sustituido a la reflexión, donde se piensa a golpes de slogan, y donde la maldad intenta hacerse pasar demasiado a menudo por inteligencia. Yo no soy de esos amantes de la libertad que quieren adornarla de cadenas redobladas, ni de esos servidores de la justicia, que piensan que se sirve bien a la justicia, cuando se entrega varias generaciones a la injusticia. Vivo como puedo, en un país desdichado, rico en su pueblo y su juventud, provisionalmente pobre en sus élites, lanzado a la búsqueda de un orden y de un renacimiento en el que creo. Sin libertad verdadera ni un cierto honor yo no puedo vivir. Ésta es la idea que me hago de mi oficio”.
Camus muere en 1960, cuando los Estados de partidos que surgen de la 2ª Guerra Mundial se están consolidando bajo el manto excusador de la Guerra Fría, y cuando él podía alzar su voz, llena de autoridad moral, contra ese mundo intelectual y literario que tomaba sectariamente un claro partido político. Su pensamiento, empero, estaba destinado al fracaso, pues la ingenuidad de su pretensión de sustituir la política por la moral suponía que Montesquieu, entre otros, no había pasado a su lado.
En la Europa de nuestros días, y más concretamente en un país como España, estos apasionamientos y estas muestras de dignidad y honor parecen cosa de otro planeta. El mundo literario es más bien un mundillo donde sobrenadan ambiciones y soberbias aisladas, que pretenden no ver el mar de indiferencia que les rodea hasta más allá del horizonte. El escritor tipo no tiene, y lo que es peor, no quiere tener un peso como referente intelectual y moral en esa “búsqueda de un orden y de un renacimiento” en el que sí creían artistas como Camus. No hay escritores, pues, que participen siquiera en esta farsa de política que es el Estado de partidos, ni la degradación moral y política de la sociedad española tras la Transacción del 78 es objeto de sus creaciones (algunos, empero, pretenden presentar sus obras como una crónica de esta época, aunque no hagan más que memorias privadas); la partidocracia sostiene así una hegemonía cultural tan férrea a través de sus medios de comunicación de masas castradores y ocultadores de cualquier brote de reflexión intelectual o creación artística, que el escritor, que no siente ni concibe la necesidad de esa “libertad verdadera y un cierto honor”, vegeta en su solipsismo a la sombra de un poder al que no suele criticar más que bajo retratos costumbristas y difusos, sólo atento a las presentaciones de sus obras, a la recepción de éstas entre sus amigos del oficio, a poder entrar en la corrupta rueda de los premios literarios como premiado y jurado y viceversa, y atento, en fin, a mantener su precario e ilusorio status mediante el endiosamiento y la envidia preventiva.