Uno de los deberes de la política y, por ende, de las Administraciones Públicas es el cuidado celoso y la consecuente conservación de todas aquellas expresiones tangibles que revelan nuestra historia, nuestro ingenio, nuestro espíritu y, en general, nuestra identidad nacional. Yacimientos y parques arqueológicos, iglesias, arquitectura civil y militar, puentes, pintura, órganos, escultura, pavimentación, caminos rurales, sendas milenarias, mapas de vados, sabiduría culinaria, romancero, música y canciones populares, etc., deben protegerse como forma de defender nuestra identidad y alma nacional. Defender nuestro patrimonio es asegurar la realidad de nuestra existencia nacional y un acto de sensibilidad hacia nuestros ancestros. Para ello es necesaria y obligada la vigilancia y la supervisión perseverantes de todo ello por parte de nuestra Administración. Todos los pueblos con gran proyección histórica – Roma, por supuesto – adoran el legado material y espiritual de sus antepasados, y en sus ciudadanos late un espíritu de anticólogo, con el que adorar sempiternamente los Lares Préstites o dioses del Estado.
No se puede hacer, por ejemplo, arreglos a un órgano flamenco del siglo XVI. sin la debida autorización de la autoridad pública. Pues arreglarlo sin los ideales de una restauración “científica” y una conservación artística elimina parte de nuestra identidad para siempre. Lo mismo ocurre si nos ponemos a arreglar la techumbre de una Iglesia del siglo XVI. Entendemos la restauración básicamente como conservación, siendo la mejor restauración la que ha conseguido mayor conservación de materiales y técnica pretérita, que diría Manuel Gómez-Moreno y el regeneracionismo finisecular (del siglo XIX, claro).
En restauración –y también quizás en muchos más ámbitos– la inteligencia no debe ser “una empresa demoledora”, que diría el doctrinario Azaña.
Viene esto a cuento porque últimamente he conocido casos de falta de sensibilidad y pigricia a la hora de restaurar nuestro patrimonio, que a
veces incluso afecta a monumentos nacionales. Por ejemplo, no se puede llamar restauración a lo que es una sustitución integral de materiales. Se quitan maderas sin sangrar de hace siglos en perfectas condiciones (cabios, entablamentos, canecillos, etc.) y se sustituyen por materiales sintéticos, quizás más baratos y funcionales. Pero sería una aberración eliminar el pasado en aras del concepto posmoderno de funcionalidad. Los poderes públicos deberían estar más alertas frente a los numerosos ataques a nuestro patrimonio, que es una de sus funciones desde el siglo XVIII. Frente a la venustas, firmitas y utilitas vitrubiana se opone una funcionalidad minimalista devastadora. Está bien que el presente levante sus bárbaras mediocridades como testimonio futuro de lo que somos hoy, pero que no restaure lo antiguo desde sus modelos de barbarie de la modernidad.
El divismo patológico y efímero de lo contemporáneo, ombligo megalománico de los tiempos, intenta arrasar con todo aquello que nació con vocación de perdurar y proteger con amor el futuro humano. Se supera la bipolarización pasado/presente con la aniquilación del pasado desde una pretendida sabiduría ética y tecnológica. Ni los peores bárbaros que abatieron el Imperium Romanum, como Alarico, estuvieron afectados por esta peste. La auténtica Restauración, más que una técnica, es una actitud afectuosa hacia lo antiguo, que suscita un sentimiento humanista y de amor a “lo nuestro”. El que el presente petulante no vea digno de modelo el pasado no debería implicar la destrucción desdeñosa de éste en aras de la consagración política de los modelos arquitectónicos nuevos, minimalismo para almas pequeñas.
La restauración, en fin, debe usarse como una herramienta preciosa para el fortalecimiento de la etnicidad, y no para la globalización apátrida y salvaje.