Para salvar, con Venezuela, la vergüenza íntima de ser español, hay que mirar a Miranda; no a Miranda Rijnsburger, la modelo holandesa de Julio Iglesias, como propone Google, sino a Francisco de Miranda, un español sin medida, y en América, El Precursor, con lo cual salvamos también la vergüenza pública de pertenecer políticamente a la UE, esa “unión especuladora”, que diría García, y que, entre la ciática de Juncker y el piano de Donald Tusk, un cargador de pianos que hubiera perdido el piano, “se bebe el agua de los floreros” a la salud de Maduro, su Santa Claus.
Miranda es un nacionalista liberal, para pasmo de liberalios, si lo conocieran. Liberal, filantrópico-humanitario, romántico, moldeado por el nacionalismo norteamericano de Jefferson (ya presidente) y Madison (ya secretario de Estado), a cuyo lado el nacionalismo de Trump sería internacionalismo chomskiano, y eso que el primer padre fundador tratado por Miranda para promover la independencia hispanoamericana es Hamilton, a quien no se le puede decir nacionalista.
–En Nueva York –dice Miranda por carta– se formó el proyecto actual de independencia y libertad de todo el continente americano.
Ocurre en su primer viaje a los Estados Unidos, donde, español al fin y al cabo, Miranda se queda sin aire ante “el espíritu de republicanismo” de la nueva nación, “que es tal que el mozo de mulas y todos los demás nos sentábamos juntos a la mesa, y no fue con poca pena que hube de conseguir el que a mi criado le diesen de comer separadamente”. John Adams, futuro presidente, reconoce que Miranda llega a “saber más de la vida social y política del país” que los fundadores. Pudo ser nuestro Tocqueville, un pintor en el sentido de la concepción francesa de la “peinture”, pero le pierde su romanticismo. Claro que también Tocqueville es un vencido: como aristócrata (guerra civil), como liberal (terror del 48) y como cristiano (sin fe a los 16 años).
–C’est un vaincu qui accepte sa défaite –dirá Guizot.

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