Uno de los valores capitales de la socialdemocracia es el pacifismo ideológico. Se trata de una herramienta más del poder para someter a las masas bajo la apariencia de la virtud. Desde tiempos inmemoriales, el poder ha recurrido a mecanismos de control psicológico para desactivar la capacidad de reacción de los ciudadanos. La imposición del pacifismo como dogma inquebrantable forma parte de esta estrategia de dominación.

El pacifismo ideológico no es una postura racional basada en la prudencia política o en la sabiduría de la moderación, sino una ideología infantilizada que niega la realidad del conflicto como motor de la historia y del derecho (Ihering). La libertad no se concede, se conquista. Y toda conquista implica enfrentamiento, lucha y sacrificio. Sin conflicto, no hay victoria; sin resistencia, no hay emancipación. Pero el pacifismo ideológico busca extirpar del espíritu ciudadano toda inclinación natural a la defensa de la justicia y la verdad, dejándolo inerme ante la opresión.

La historia nos enseña que ninguna gran transformación política o social ha sido lograda así. Desde la Revolución Gloriosa inglesa hasta la independencia de los Estados Unidos, desde la Revolución Francesa hasta la resistencia antifranquista, todas las grandes gestas emancipadoras han requerido un enfrentamiento decidido contra la injusticia. El pacifismo ideológico, en cambio, predica la inacción, la resignación y el conformismo con un orden injusto. No es una doctrina de paz, sino de servidumbre.

No se trata de exaltar la violencia gratuita ni de caer en el nihilismo destructivo, sino de comprender que la verdadera paz no es la ausencia de conflicto, sino la justicia conseguida mediante la acción decidida. Enfrentar el poder tiránico, oponerse a las estructuras de dominación, rechazar la sumisión impuesta por los dogmas del pacifismo ingenuo: esa es la responsabilidad de todo gobernado que aspire a la libertad.

El pacifismo ideológico es el opio de los pueblos, una trampa que paraliza la voluntad de transformación y refuerza la dominación de las élites sobre los dominados. La historia no avanza con plegarias ni con súplicas, sino con la acción consciente y decidida de los hombres libres. Quien renuncia a luchar por la justicia, renuncia también a la dignidad de su existencia.

Y qué decir de la escenografía, de la estética unida a esa ética impostada. Niñatos del antibelicismo por el antibelicismo de pancarta. ¿Cómo que «no a la guerra», como si fuera por principio? En todo caso, «no a esta guerra». Desde luego, no a la servidumbre a las potencias extranjeras y al chantaje para su beneficio sin nada a cambio. Desde luego, no a las imposiciones de eurócratas ni norteamericanos, cuando ni siquiera se cumple la reciprocidad más básica en materia de colaboración judicial. No a un solo soldado español en el este de Europa mientras no haya un soldado polaco o un rumano haciendo guardia en Canarias, Ceuta o Melilla. Pero todo Estado, no ya gobierno, responsable debería estar preparándose para cualquier contingencia, dada la coyuntura actual. Y eso desde luego implica la modernización y la inversión en defensa.

Porque una cosa es ser pacífico, y otra pacifista.

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