MARTÍN-MIGUEL RUBIO.
Francisco Nieva es el único clásico vivo que le queda a la Literatura Española Contemporánea. Los otros escritores hodiernos que aún fatigan la piel hispánica no perdurarán. Y lo es, claro está, por su teatro de voz propia y singular. Aunque la dramaturgia de Nieva comenzase en Nieva y terminase en Nieva constituye alta cultura, independientemente de que llegue a ser referente paradigmático para alguien, para algún autor teatral futuro, claro, porque del presente no vemos a nadie. Hay que volver a reivindicar lo clásico en su sentido etimológico, de clase social alta, bien sea la de los pentakosiomedimnoi o hippeis, en el clasicismo griego, o la de las cuatro primeras clases censitarias en la Roma clásica, porque cuando se habla de las Artes o la Literatura se está hablando del pueblo superior por espíritu que se constituye en modelo de belleza e inteligencia creadora. Y Nieva pertenece a esa raza. Es ya un clásico desde hace más de veinte años.
Entremos en una de sus pequeñas obras, no pequeña por su magnífica estructura verbal, el anfibológico argumento y la construcción de sus tres personajes, sino por sus dimensiones, apenas veinte páginas que se representan en 30 minutos. Se trata de la pieza El espectro insaciable, escrita en 1970. Un joven estudiante de Derecho, Rafael, introvertido y raro hasta sentirse extraño consigo mismo, tocado de cierta sensibilidad enfermiza, lleva varios días encerrado en su habitación sin querer salir de ella. Avisado por una sin duda odiada madrastra, lejana y fría, su amigo Rodrigo, extrovertido y bueno, viene a intentar rescatarle de su incomprensible cerramiento y soledad. Al final de la obra se dará cuenta de que había venido a salvarle la vida, una vida que fracasa en ser salvada.
Pero ¿por qué está encerrado el “raro” y “soso” Rafael? Es que resulta que la ventana de su cuarto de estudiante, a partir del momento en que el sol se va, se abre a un mundo pasado y muerto, pero que a esas horas simultanea su actividad con el mundo de los vivos, o mejor, con el mundo singular del vivo y huérfano Rafael. Un mundo que lo aterra y, a la vez, lo fascina y esclaviza, porque en ese mundo, mortífero y seductor, infernal y divino, “debe vivir” y “pulular” su adorada madre, muerta en plena juventud. Pero Rafael necesita decírselo a su mejor amigo, Rodrigo, que hace el papel de escéptico (es decir, representa el sentido común del espectador), y compartir con él el terrible hallazgo, que intuye que tiene que ver más con su persona que con otra cosa. Pues tiene el misterioso presentimiento, que ese mundo, enclavado en los Años 30, existe sólo para él, ese universo se abre sólo para él, como un mensaje del más allá cuyo receptor sólo puede ser él. Por eso necesita la presencia de su mejor amigo, para saber si ese mundo es una verdad objetivable. Rafael avisa a Rodrigo antes de que abra la ventana de que ese mundo no está exento de terror y de peligros, como cualquier acontecimiento contra naturam, o mejor, contra las leyes físicas que desde que hemos nacido hemos experimentado.
Rodrigo, que buen lector de Carlos Castaneda y sus Enseñanzas de don Juan supone hasta ahora que todo lo que le pasa a Rafael es producto del peyote o un ácido fuerte desconocido para él en el mercado, efectivamente, abre la ventana con desenfado e incredulidad, y se encuentra de repente con que lo que le decía Rafael era verdad y terrorífico. Los que murieron en el pasado se pasean ahora en la noche en el presente de los vivos por una calle en que el tiempo se detuvo. El terror penetra y se expande en el cuerpo de Rodrigo. Quiere huir de allí, escapar de la verdad de su amigo. Le interesa más la huida que la investigación del fenómeno (de “un agujero en el tiempo”, lo califica), y eso que es un artista, un director de cine en ciernes. Pero Rafael no quiere que se vaya, que su huida quizás pueda quebrar el fenómeno terrorífico, y aplaca la histeria y gritos pánicos de Rodrigo con un fuerte golpe en la cabeza con un libro gordo de Derecho, quizás el Manual de Sánchez Agesta, y queda inconsciente del “manualazo” sobre la cama del estudiante en leyes Rafael.
Mientras, el público oye actividad de tráfico y de serenos espectrales en esa calle por donde circulan antiguos muertos y que diríase que ha quedado colgada en los intermundia de Epicuro.
Cuando Rodrigo vuelve en sí, ayudado por los ruidos de la calle extratemporal, se percata de que Rafael está entrando por la ventana después de haber bajado al mundo de los muertos, al inframundo, como en una katábesis eleusina, y ahora, desaparecido por completo su papel de escéptico, está dispuesto a creérselo todo, completamente todo. Rafael le cuenta que en el piso de abajo ha visto a su madre, Martina, dormida al lado de su prima Concha, cuando aún era una preciosa adolescente. Y tiene que volver a verla, es irresistible para él aquel mundo fantasmal. Rodrigo empieza a pensar las posibilidades que tiene el pasado para penetrar en él, y ver las películas de la época, y no le importa entonces hacer de psicompompo de su querido amigo Rafael.
Entran a oscuras, tropezándose con los muebles, en la casa congelada en el tiempo, fantasmagórica, en donde vive a la sazón la madre de Rafael, Martina, en su etapa de adolescente desenvuelta y con inteligente desparpajo. Su aparición espectral surge cuando Martina enciende una lámpara al lado de la mecedora en que se encuentra sentada, fantasmalmente magnífica y desasosegadoramente encantadora. Rodrigo y Rafael se quedan pasmados, y se inicia una conversación en la que rápidamente el hijo declara su amor edípico a su madre, y ésta declara su amor a su hijo, transformándose ésta poco a poco en madre, y Rafael en hijo pequeño. El espanto primero de Rodrigo es de índole moral: le da asco el incesto, y luego metafísico: su gran amigo Rafael se queda en los intermundia, mientras que él, desesperado y fracasado, comienza soturno el ascenso al mundo de los vivos por la misma ventana en que bajaron a la “otra” realidad. Anábasis definitiva y triste hacia la luz ordinaria y cotidiana. Se separan para siempre las dos realidades paralelas, el arriba y el abajo, lo de dentro y lo de fuera de la ventana.
¿No será Martina una proyección espectral del propio interior anheloso y edípico de Rafael? En resumidas cuentas, Nieva ha creado un clímax, ha venido preparando a su público “suspendido” desde que penetra Rodrigo en la habitación de Rafael, cerrada a cal y canto, para la última escena, que cobra un clarividente sentido gracias a las dos primeras. “El público duda y espera, con la curiosidad de un contemplador de desastres”, nos dirá Francisco Nieva.
Una duda me suscita la ventana de la habitación de Rafael, una puerta que pone en contacto la realidad de acá con la de allá, y que funciona casi como un cuarto personaje, con más “personalidad” que el perro Foch, el terrible Can Cérbero que acompaña a Martina en el inframundo, y que en vida fue un perro de peluche. ¿Dónde colocarla en el escenario? Pues bien, yo me atrevería a colocarla mirando al público, de suerte que éste estuviera en el ámbito espectral de la “otra” realidad, la realidad de Martina. ¿Por qué razón? Pues diríamos que la propia lectura invita a ello. Sólo se puede explicar la evolución del rostro de Rodrigo (de la curiosidad con gestuales desperezamientos, pasando por la preocupación y el miedo, hasta el terror más puro) si éste está mirando al público como colectivo fantasmal. ¿Qué es el mundo real sino el sueño que soñamos todos, el sueño común?
En definitiva, “El Espectro insaciable” constituye una joyita literaria que nos levanta una esquinita del inmenso y hondo universo creador del más grande escritor español hoy entre los vivos; y que lo siga siendo por muchos años.