MARTÍN-MIGUEL RUBIO.
La lectura de los textos sagrados con ocasión de la Pascua florida nos ha dado lugar a pensar si la hermenéutica no fundamentará quizás la clave misma del misterio, descifrado por ella misma, de la salvación, e incluso, si la propia hermenéutica no será producto de este mismo misterio de salvación. Así, vemos, por ejemplo ( y entre muchos ejemplos que se dan en los Evangelios ), en Lucas, 24, 27, en el encuentro con los dos discípulos que marchan a la aldea de Emaús, que un Jesús resucitado descifra las Escrituras a partir de su Persona como elemento descifrador y revelador de toda la historia de la salvación: “El incipiens a Moyse et omnibus Prophetis interpretabatur illis in omnibus Scripturis, quae de ipso erant”. Efectivamente la historia de la salvación acaece o se da sólo como historia de la interpretación. Y la interpretación – sobre todo de los textos sagrados – siempre ha tenido que ver, en la tradición hebraico-cristiana, con la salvación. Más aún, San Juan nos viene a decir que sólo la muerte y Resurrección de Jesús explican y pueden interpretar rectamente las acciones y palabras de su vida: “Cum ergo resurrexissset a mortuis, recordati sunt discipuli eius quia hoc dicebat, et crediderunt Scripturae et sermoni quem dixit Iesus”.
En sus orígenes la hermenéutica tiene que ver con la predicación y la explicación pastoral de los textos sagrados a los fieles desde una triple perspectiva: subtilitas intelligendi, subtilitas explicandi y subtilitas applicandi. El evento de la salvación ( la venida de Jesús ) es él mismo, íntimamente, un hecho hermenéutico. Si bien se puede decir hermenéutico hasta un cierto punto: es cierto que Jesús es la interpretación viviente del sentido de la ley y de los profetas, pero de cualquier manera es también el cumplimiento y por tanto parece que se presenta más bien como su definitivo desciframiento. Todo en Jesús se acomoda a una interpretación implícita en la Sagrada Escritura. Así, también, tras la Resurrección, dirá San Juan en 20, 9, sobre el todavía ignorante estado de Juan y Pedro: “Nondum enim sciebant Scripuram quia oportet eum a mortuis resurgere”.
Es cierto que el anuncio de la salvación es dado de una vez por todas – en los profetas, en Jesús -, pero también que su darse necesita de las interpretaciones que lo reciben, actualizan, enriquecen: es la historia de la salvación que continúa en la edad del Espíritu, después del descenso del Paráclito en Pentecostés, cuarenta días después de la Resurrección más otros diez días después de su también descifradora y divina Ascensión, y no está simplemente impulsada por el hecho biológico de que existen nuevas generaciones que deben ser evangelizadas; es historia, como lo era la narrada en el Antiguo Testamento hasta la llegada del Mesías; tiene sentido y una dirección, y la interpretación de las Escrituras que en ella se desarrolla forma parte integrante de ella, no se trata sólo de un asunto de errores o apropiaciones fieles, literales ( y, por tanto, como los errores, inesenciales en sí ) de un sentido dado de una vez por todas en las Escrituras; la historia de la salvación avanza como historia de la interpretación en el sentido fuerte en el que Jesús mismo ha sido interpretación viviente, la clave del desciframiento encarnada, de las Escrituras.
Como evento salvador y hermenéutico, la encarnación de Jesús ( la “kénôsis” o el rebajajamiento y disminución de Dios ) es ella misma, sobre todo, gracias a los futuros soplos del Paráclito un hecho arquetípico de secularización. La hermenéutica encarnada en Jesús corresponde por lo demás a la teoría ontológica de Heidegger, metafísica en la que queda cuestionada efectivamente la idea de que el ser es aquello que se da indudablemente como presente. Efectivamente la persona divina de Jesús no se aparece siempre en el ser vivo de Jesús. Así, cuando en las Bodas de Caná su Madre ( que ya parece tener experiencia de la presencia del ser divino de su Hijo ) le pide que ayude a resolver el problema de la falta de vino, Jesús le responde: “Nondum venit hora mea” ( Juan 2, 5 ). Es así que el ser divino de Jesús, como en la ontología heideggeriana, no está siempre presente. Y no es ninguna paradoja decir que la historia de la hermenéutica moderna es también un largo camino de redescubrimiento de la Iglesia ( como el de Jesús de sí mismo ). El ser que no se da de una vez por todas en la presencia sino que acaece como anuncio y crece en las interpretaciones que lo escuchan y le corresponden, es también un ser orientado a la espiritualización, al aligeramiento o, lo que es lo mismo, a la vaciadora “kénôsis”.
Jesucristo se reveló a sí mismo de forma paulatina, como un texto que se traduce a sí mismo a través de unas reglas gramaticales descifradoras, y del mismo modo que para nosotros se va revelando poco a poco, con la ayuda del Espíritu Santo en forma de fuego y viento, cada vez que leemos los evangelios. Jesús se nos revela con cambios que no eliminan su historia: Sus heridas perviven con la Resurrección.
La revelación de Jesús es distinta para cada lector del texto sagrado, porque para cada criatura en su singularidad habla Jesús, que se descifra como un espejo de expectativas y horizontes personales para cada lector. Y el Espíritu sopla sus dones adecuados a cada recipiente. Jesús-texto no podría salvar a todos los hombres ( pasados, actuales y futuros ) si no se revelase a cada uno en su problemática definitoria, en su excelsa singularidad irrepetible. Su cuerpo entregado en cada Eucaristía alimenta la singular vida eterna de cada hermano. Para cada uno de sus hermanos pequeños Jesús dice un querido “tú”.