Masanobu Fukuoka, enero 2008 (foto: grupopermacultura) En una entrevista al sin par Masunobu Fukuoka durante una visita a nuestro país, este revolucionario y renombrado horticultor expresó sin ambigüedades que “España es un desierto”. Fukuoka se refería en concreto a la defenestración arbórea que comenzó hace aproximadamente dos mil años, cuyas consecuencias hoy más que nunca estamos empezando a comprender. Desde aquel entonces las cosas no han hecho sino empeorar. Aunque tenemos conocimientos incontrovertibles sobre el estado de salud de nuestro suelo y sobre los medios para mejorarlo, las medidas que se toman al respecto son prácticamente nulas. No creo que debamos desoír completamente el pensamiento ecologista radical que hace de nuestra civilización industrial y el cuidado del medio ambiente algo incompatible. Cuando menos puede enseñarnos hasta qué punto privilegiar el crecimiento turístico, por ejemplo, sobre ayudas para el desarrollo de la agricultura orgánica es un error monumental. En todo caso el movimiento ecologista conoce perfectamente factores que tanto nosotros en cuanto individuos como nuestros gobiernos persistimos en obviar, como si las fuentes de las que manan nuestros bienes materiales fuesen infinitas y las pudiésemos lastimar sin consecuencias. Un amigo que vive en una pequeña población cercana a la madrileña sierra de Navacerrada tiembla diariamente al observar la virtual ausencia de insectos en la zona. Otros animales, como los conejos, que hace tan solo treinta años eran discernibles entre la jara, han desaparecido ya. La vegetación –esto también lo indicaba Fukuoka– es simple, en realidad menos que elemental, y con una fuerte tendencia a la inexistencia. Aparte de procesos naturales irreversibles causados por nuestra negligencia, en zonas rurales la legislación prioratiza la industria ganadera. Y no hay nada ni nadie que lo detenga. Lamentablemente los gobiernos municipales, autonómicos y estatales prefieren diseminar a los cuatro vientos pura propaganda ecologistoide mientras sigue haciendo la vista gorda a señas tan ominosas como las que cualquiera con dos ojos, en un paseo por el campo, puede detectar. Aunque Nietzsche se refieriese a otra cosa distinta con su famoso “el desierto crece”, ningún otro dicho parece más ajustado a nuestra situación.