En el entramado institucional del Estado de partidos, donde la separación de poderes no es más que un espejismo funcional, la figura del Defensor del Pueblo se alza como un emblema de la contradicción. Nacida para garantizar los derechos de los ciudadanos frente a los abusos de la administración, esta institución se encuentra, paradójicamente, atrapada en la misma maraña de dependencia política que pretende denunciar. Es imposible analizar su papel sin advertir cómo su razón de ser deviene del mismo sistema de poderes inseparados en que se inserta institucionalmente.

Ni la Ley de Amnistía, ni el proyecto de entrega de la instrucción penal a una fiscalía dependiente del gobierno, ni la enervación de la acción popular han conseguido que mueva un dedo. ¿Cómo puede este «árbitro de derechos» ejercer su función si su existencia misma depende de un consenso político que socava su credibilidad y capacidad de acción?

Es ejemplar el caso de la Ley de Amnistía, que plantea una amnesia legal frente a delitos graves, sacrificando la justicia en el altar de la razón de Estado. Esta norma, promovida bajo la premisa de la reconciliación política, es un ejemplo paradigmático de cómo el orden jurídico se instrumentaliza para servir a los intereses del poder, despojando a los ciudadanos de las garantías jurídicas esenciales. En este contexto, el Defensor del Pueblo no solo fracasa en su misión de defender a los agraviados, sino que su silencio lo convierte en cómplice de la anulación de principios básicos como la igualdad ante la ley o la tutela judicial efectiva.

Donde hay Defensor del Pueblo no hay democracia. Con representantes de distrito su papel sería inane, en tanto que éstos son los verdaderos defensores de los gobernados. Sin embargo, al estar su designación sometida al acuerdo entre partidos, se convierte en una figura más del reparto de cuotas de poder, alejada de la independencia que su función requeriría. Esta falta de autonomía no solo limita su acción, sino que es la negación de su supuesto rol de garante de los derechos ciudadanos.

Por otro lado, la entrega de la investigación penal a la fiscalía, cuya jerarquía obedece al gobierno de turno, profundiza en esta realidad. El Defensor del Pueblo, lejos de denunciar esta aberración, se limita a emitir informes que rara vez tienen consecuencias prácticas. Su papel, reducido a una función ornamental, refuerza la dominación de una clase política irrepresentativa.

En un Estado de partidos donde la voluntad política se impone a la razón de la ley, la figura del Defensor del Pueblo aparece como una promesa incumplida. Su incapacidad para actuar con independencia y eficacia no es solo un fallo de diseño institucional, sino una consecuencia directa de un sistema que subordina el Derecho a la conveniencia política. Y, lo que es peor, su existencia continuará sirviendo como coartada para legitimar un régimen de libertades meramente concedidas.

1 COMENTARIO

  1. Buen artículo, se me viene a la mente las comisiones de investigación en el congreso partidos políticos corruptos investigando a partidos políticos corruptos, un saludo y Gracias

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