Los viejos mayas creían que todas las enfermedades las producen unos enanos (ahí están los microbios, dice Foxá), que ellos oían arrimando la oreja a un caracol.
En España arrimas la oreja al caracol y oyes garzones y villarejos, como las serpientes de piedra (¡granito de la Celaa!) que custodiaban el observatorio maya y cuyas palabras sabían como sus manzanas.
–Su belleza me tentó tantas veces que al fin recibí el castigo de nuestra madre Eva: una serpiente me rozó y caí al pie del árbol –escribe al príncipe Federico de Prusia la condesa de Merlín (“Condesa con caimito”, titula González Esteva), resumiendo su experiencia con un caimito en cuya pulpa morada Nicolás Guillén vio el sexo de las negras.
Con el caracol (¡el VAR maya!) en la oreja es manifiesto que, si el factor de gobierno del régimen del 39 fue el miedo, el factor de gobierno del régimen del 78, hoy en su apoteosis wagneriana, es la corrupción, cuya red eléctrica mantiene encendidas todas las bombillicas del gran árbol navideño del consenso.
–En Lisboa –me dice un amigo– había un restaurante que se llamaba “Consenso”. Era muy bueno, hasta que un día nos dieron unas espinacas que eran congeladas, y ya no volvimos. Luego, cerró.
Del Terror (dictadura nacional del jacobinismo) al Directorio (“la pobreza es idiotez; la virtud, torpeza; y los principios, simples expedientes”) por la senda constitucional.
Del separatismo catalán se puede culpar a los hackers de Putin, como hicieron María Soraya y el periódico global, o a los prontos de Mourinho, como hace el hazañero John Carlin, pero el hecho es que el estado de descomposición política nos tiene más cerca de la separación de Cataluña que de la separación de poderes, legislativo y ejecutivo (el judicial no es poder), que todos elogian, pero nadie entiende. Sólo un español lo hizo, Francisco de Miranda, cuyo nombre figura en el Arco del Triunfo de París, y murió en un penal de Cádiz, cuna del liberalismo y las tortitas de camarones.
Publicado en Abc