Martín Miguel Rubio

MARTÍN-MIGUEL RUBIO.

Abigail fue encontrada por la Guardia Civil  con un tiro mortal en la espalda en el suelo de una pequeña caseta en donde se guardaban unos pocos aperos de labranza en una de sus fincas, distante en dos kilómetros del pueblo, echada boca abajo sobre el suelo de piedra. La Guardia Civil sostuvo en su informe que la víctima había sido disparada y muerta al instante a una distancia de unos 40 metros con un rifle de caza mayor de gran calibre y a unos 50 metros de la mencionada caseta, y que el asesino o asesinos la arrastraron hasta allí a fin de ocultar el cadáver. Salvo el potente disparo que le había atravesado el pecho de parte a parte a la altura del esternón no se percibían otras señales de violencia. Todo parecía indicar que el modus operandi había sido el de un cazador calculador, paciente y muy escrupuloso, casi un hápax en la historia de los crímenes patrios. Personados el juez y el forense casi a la misma hora, se dictaminó que la pobre Abigail había sido asesinada entre 45 y 60 horas antes de ser encontrada por los dos jóvenes números de la Guardia Civil, Eustaquio Saldaña y Francisco Maestre, ambos residentes en la Comandancia sita en el pueblo de la víctima y conocedores de la misma de vista y por sus encuentros casuales por el campo cuando la pareja de la Guardia Civil iba de servicio por los alrededores, haciendo la ronda, y Abigail paseaba.

   La Guardia Civil comenzó a buscarla cuando una sobrina de Abigail, Victoria Ortiz, les llamó vivamente preocupada desde Madrid y con un terrible presentimiento y funesto presagio, y a 340 kilómetros del crimen, cuando llevaba más de día y medio llamando a su tía, viuda y sin hijos, e incluso por la noche, sin que Abigail cogiese el teléfono, y tras haber llamado a los conocidos del pueblo sin que estos le dieran ninguna información, excepto aumentar su angustia sobre el paradero de su excéntrica tía. Entonces el número de mayor edad de la Guardia Civil, Francisco Maestre, que recogió la llamada de la asustada sobrina, se acordó de que Abigail tenía un sobrino político en el mismo pueblo, Manolo Sánchez, antiguo drogadicto, ya rehabilitado, hombre de gustos algo retraídos, que cuidaba el jardín y las fincas que el finado marido de Abigail, veterinario de la localidad muerto quince años antes, había dejado lógica y naturalmente a su querida esposa. Así que el Guardia Civil Francisco Maestre se puso en contacto con el sobrino político a las siete de la tarde, que estaba precisamente desyerbando en una finca cercana al pueblo, propiedad de su tía política desaparecida. Lo encontró dos horas después de que llamase Victoria Ortiz.

   Tras haber entrado en la residencia, bellamente festoneada por un jardín versallesco y un agradable cinturón de árboles y arbustos, de Abigail, con la llave que tenía siempre Manolo Sánchez, la Benemérita comprobó que efectivamente no se encontraba en la casa, y preguntando al sobrino dónde imaginaba él que podía encontrarse, éste contestó, acariciándose los ojos y la nariz, que le gustaba todas las tardes a su tía dar un paseo hasta una finca que tenía una caseta “de esas antiguas, de piedras de granito, con ventana y todo que construían los antiguos labradores”, y a la sombra de ésta solía descansar de la caminata. Fue así cómo los guardias, Francisco Maestre y Eustaquio Saldaña, media hora después, al anochecer, encontraron el cuerpo asesinado de Emma, de 71 años, mujer estrafalaria, en tiempos pavorosamente hermosa, inteligente, con gran personalidad e independiente durante toda su vida. El cuerpo empezaba ya a iniciar el primer estado de la putrefacción.

   El Jefe de Puesto de la Guardia Civil de aquel pequeño y pintoresco pueblo, el sargento don Leocadio Peláez, llevaba en aquel lugar viviendo, en la Casa Cuartel, desde hacía veinte años, y se había casado con una mujer del pueblo, y tenía con ella dos hijos mayores que terminaban sus estudios de Bachillerato. Verdaderamente don Leocadio Peláez estaba muy integrado en el pueblo, y conocía muy bien como vecino curioso que era por deformidad profesional, quizás, la intrahistoria de aquella pequeña, pero dinámica sociedad, es decir, la vida verdadera sin concepciones abstractas, eso que elogiaba Ortega en su teoría del ratiovitalismo, fundamentada en Dilthey, y que la pedagogía del discípulo de Ortega, Lorenzo Luzuriaga, llevó a la escuela, haciendo de la vida del niño el centro de toda enseñanza. Y a partir de este humus vital e intrahistórico, tangible y oliente, don Leopoldo Peláez apuntó al exdrogadicto Manolo Sánchez como el principal sospechosos del crimen. Creída la teoría del sargento por el juez, fundada en la psicología humana y la observación de menudencias, Manolo Sánchez fue detenido al día siguiente del entierro y conducido al cuartelillo de la Guardia Civil para declarar.

   La biografía de la víctima era tan interesante que realmente se abrían muchas posibilidades y teorías a la hora de explicar su asesinato. Brillante  erudita de la Historia Moderna, realizó una tesis que fue premio extraordinario en la Complutense madrileña sobre el segundo, malhumorado y malvado presidente de los EEUU, John Adams. De ahí su nombre de Abigail, la abnegada esposa de aquel presidente cascarrabias de la naciente USA. Pero lo que parecía iba a ser la biografía de una talentosa historiadora eximia de los EEUU se quebró pronto, cayendo, no se sabe por qué, en la sentina de la prostitución de alto standing en Madrid, y en la que se mantuvo diez años hasta que enamorado de ella su marido el veterinario, sin importarle a éste lo que era, la sacó de aquellos albañales y se casó con ella, teniendo Abigail entonces 37 años, y su marido 51.

   Su llegada al pueblo en la que fue asesinada fue ciertamente sonada, pues en seguida, y durante todo un año, fue la comidilla de las aburridas familias del lugar, entonces con menos televisores que ahora. Su radiante y deslumbrante belleza rubia encandilaba a los hombres y sus ropas escandalizaban a las mujeres. Pero pronto, gracias a su carácter amable y generoso, su prudencia y discreción, y, sobre todo, su paciencia ante la estupidez y fariseísmo humanos, la hizo ser querida por todo el pueblo, y hasta por la comarca, convirtiéndose de muy mal tono en su pueblo – ¡lo que son las cosas! – hablar de su pasado. “Abigail es la señora más elegante y con más clase del pueblo, la estimamos mucho, y lo que llegase a ser en su día a ti no te importa nada, pero tus palabras nos molestan mucho” – venía a decir la vecindad, como una advertencia de casus belli, a los curiosos, entrometidos y chismosos forasteros.

   Pero ¿por qué Manolo Sánchez, ex drogadicto, era el principal sospechoso para el perspicaz comandante de Puesto? Porque satisfacía sin duda la pasión de la venganza. Es el caso que su tío el veterinario, Don Antonio Sánchez, le había prometido en vida que como moriría sin hijos le daría en herencia por sus servicios agrícolas la finca de la Encomienda, de 70 hectáreas de magnífico terreno para plantar maíz o alfalfa, pero la muerte súbita del albéitar, sin llegar a consignar su voluntad de ultratumba, en ningún documento notarial ni privado, dejó en agua de borrajas la suculenta promesa. No obstante, conocida por Abigail la intención testamentaria del esposo, suponía el sobrino que su tía política cumpliría finalmente la voluntad anepígrafa del marido. Pero no fue así, informado diez días antes del asesinato de su tía de que ésta había dejado todas sus numerosas e importantes propiedades en donación a las monjitas que cuidaban una Residencia de ancianos en el mismo pueblo.

  • Nunca se debe uno confiar a las mujeres…, ni siquiera a la mejor de ellas – se le oyó decir en un bar del pueblo.

   Pero nunca la lógica probable de la psicología humana prueba por sí sola la verdad de los hechos, y no encontrando la Guardia Civil ninguna prueba material y fehaciente contra Manuel Sánchez, el juez ordenó la puesta en libertad del justiciable, máxime cuando tenía dos coartadas durante el tiempo de la última desaparición de Abigail, y  esta historia policiaca ha quedado abierta. Continuará en breve, con las agudas pesquisas, husmillos, indagaciones, deducciones e inferencias de los números de la Benemérita, Francisco Maestre y Eustaquio Saldaña.

 

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