En países pobres, secos y sin sociedad civil, el saber establecido y oficialista, ha residido tradicionalmente en los cuerpos burocráticos incrustados en el Estado. Que se concedieron a sí mismos el monopolio del ser y del saber: ser los únicos que fijasen lo que debía saberse y por quién en cada disciplina. En el derecho también. Las cátedras y los altos cuerpos de funcionarios del Estado eran los únicos sacerdotes de una liturgia que sólo comprendían ellos. Su gran biblia, la Constitución, que constituyó la ficción de la que aún vivimos. Nadie podía osar atreverse a saber fuera de los ritos que ellos fijaban. Se erigieron en los guardianes del saber. Ellos importaban de las cátedras europeas, francesas y alemanas sobre todo, lo que debía saberse, cómo debía glosarse, cómo debía cooptarse y a quiénes debían repartirse los títulos de herederos: los llamados a ser los “nuevos perpetuos”. Generación cultural tras generación cultural. El círculo cerrado de la tecnoburocracia.
Un hombre del Renacimiento, tildado de amateur por los perpetuos, intruso para los establecidos, un corredor de fondo que no necesitaba mirar a los lados y que robaba tiempo a las noches de su vida para recorrer en soledad el camino de la sabiduría, leal cada segundo a su pasión por el conocimiento, desafió lo establecido. Ni siquiera necesitó dirigirles la palabra. Irrumpió en el templo de los mercaderes de saberes oficiales y denunció la superchería de la reforma, la mentira constitucional. Defendió la verdad que nace de los mejores hechos. Alguien de fuera, con una mirada etic, un espíritu culto y con la elegancia que transmite al propio espíritu el verdadero orgullo, supo entender y describir mejor que los insiders la realidad que tenían delante y eran incapaces de ver. Sin prejuicios ideológicos, aunando una inteligencia soberbia con una profunda pasión por el conocimiento verdadero, supo elegir desde muy joven las disciplinas del saber donde el espíritu humano es leal a lo mejor de sí mismo, donde residen la verdad y la libertad, sus compañeras de vida. Supo discernir para elegir lo mejor. Cualidad única de los verdaderos maestros de sabiduría. Su saber era más profundo y mejor fundamentado que cualquiera de los de la casta de tecnócratas profesionales. Cuando éstos llegaron a alguna cima del conocimiento, mi Maestro llevaba allí siglos conversando en diálogo permanente con los muertos de pensamiento viviente. Nadie en la cátedra española de los últimos 50 años ha podido seguirle si quiera la estela. Por eso lo odiaron y lo condenaron al ostracismo. Señal inequívoca del verdadero maestro. El que enseña a otros a pensar por sí mismos sin calcular el riesgo de ser libres. Justo lo contrario de lo que han hecho y siguen haciendo los perpetuos de las cátedras y cuerpos “funcionariales”: educar en el sosiego al esclavo moral para que no ose desafiar la ficción y salir de la cueva de Polifemo.
Buscar apasionadamente el saber de manera desinteresada, no como un profesional de lo que “hay que saber”, sino como un amateur, fue la enorme lección que Antonio García-Trevijano les dio a los oficialistas: un espíritu privado y procedente por formación del derecho privado fue el mejor publicista que ha tenido la historia del pensamiento político español.

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