Cumplido otro aniversario de los hechos del 23 de febrero de 1981, es necesario insistir en la verdad de los mismos más allá de la propaganda del régimen. No se trató, como insisten los narradores oficiales de la historia, de un fallido intento de subvertir una democracia naciente, sino de un episodio teatralizado para consolidar el régimen de poder diseñado por la oligarquía política y la monarquía reinstaurada (ni restaurada, ni instaurada).
No hubo un golpe en sentido revolucionario, ni una contrarrevolución, sino una escenificación cuyo propósito era cerrar el paso a cualquier atisbo de democracia auténtica. La llamada «Transición española» no fue la ruptura democrática que glosan sus aduladores, sino la continuidad reformada del franquismo bajo el barniz de las libertades concedidas.
Faltó la libertad constituyente, que fue sustituida por una reforma pactada entre los viejos poderes y las nuevas élites políticas emergentes. El 23-F fue la dramatización de una amenaza con la que se quiso legitimar a una monarquía titubeante y reforzar la autoridad de un sistema que, sin este susto programado, habría sido cuestionado en sus mismos cimientos.
La figura de Juan Carlos, presentada como la salvaguarda de la democracia, fue en realidad el eje sobre el que giró toda la operación. No era un improvisado paladín de las libertades, sino el sucesor directo de Franco, cuya autoridad pendía de un hilo. La pantomima del 23-F le permitió erigirse en el garante de un inexistente orden constitucional, cuando en realidad su intervención fue la pieza clave del juego de equilibrios entre los poderes fácticos y los partidos del Estado.
El comportamiento de los generales y la pasividad de los mandos demuestran que el golpe no fue una acción espontánea de militares nostálgicos del franquismo, sino un acto tolerado hasta el momento exacto en que cumplió su propósito. La puesta en escena en el Congreso, con Tejero pistolón en mano, fue el espectáculo visual del que se sirvió la clase política para disciplinar a los gobernados.
La conclusión es evidente: lejos de poner en peligro el régimen de «la Transición», el 23-F lo afianzó. A partir de entonces, la oligarquía de partidos pudo presentarse como el único camino posible, con el PSOE tomando las riendas del poder en 1982 para completar la integración de España en el esquema político de la Europa de los partidos estatales.
La posibilidad de la ruptura democrática quedó sepultada una vez más bajo el peso del miedo. Se justificó el carácter estatal de los partidos, se afianzó la monarquía como árbitro del reparto y se liquidó cualquier intento de cuestionar la naturaleza del régimen. España no caminó hacia una democracia representativa, sino hacia una partitocracia blindada, donde la separación de poderes es una quimera y los gobernados se limitan a ratificar listas.
El 23-F no fue un accidente de la historia, sino un episodio gestionado para cerrar el ciclo de «la Transición» y garantizar la estabilidad del régimen. Los españoles siguen atrapados en aquella farsa, sin libertad constituyente, sin representación auténtica y con una monarquía impuesta como garante de una relación de poder de puro sometimiento.