Alba Editorial acaba de sacar una traducción de la obra, Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, del bajito superdotado Edward Gibbon, que aunque desgraciadamente es sólo un epítome mutilador de la obra original, no deja de ser una joya cultural en el enorme estercolero que es hoy España. Para Gibbon la España de hoy sería materia de la Historia porque es una España desgraciada. Los tiempos de paz y felicidad no son tiempos de historia. “La historia es poco más que el registro de los crímenes, locuras e infortunios de la humanidad”. Las grandes frases de los grandes premiers británicos, como Disraeli, Gladstone, Churchill o Attlee fueron inspiradas – si no plagiadas directamente – de la magna obra de este rechoncho intelectual inglés.
Edward Gibbon agradeció formalmente el hecho de no haber nacido esclavo ( en su época, el siglo XVIII, el comercio de esclavos estaba en su apogeo ), salvaje o campesino, sino en un país libre y civilizado, en una era de ciencia y filosofía, en una familia de categoría honorable, y decentemente agraciado con los dones de la fortuna”. Sin embargo, la naturaleza se mostró parca en su generosidad: era feo y enfermizo. Aunque su inteligencia e ingenio hicieron que se enamorase locamente de él la bellísima Suzanne Curchod, a la que despreció con un gran disgusto de Rousseau, y que poco tiempo después la joven se casaría con Necker, el gran ministro de finanzas francés que convocó la Sesión de los Estados Generales que condujo a la Revolución Francesa, y su hija fue madame de Staël. Gibbon carecería de belleza, pero no de buen gusto.
Una cosa, entre otras muchas, que nos sorprende de su obra, es el nombramiento que hacían los emperadores romanos de primeros ministros-cortafuegos, de suerte que cuando el pueblo, harto de sufrir humillaciones e indignidades, se levantaba en armas como un mar tempestuoso imparable contra el poder cruel, caprichoso y tiránico del gobierno, el propio emperador solía ofrecer ya in extremis la cabeza cortada del primer ministro, con lo que salvaba la suya propia y calmaba la sed de justa venganza popular durante algún tiempo. En el fondo, era una especie de forma de representación del emperador, de magia contaminante en la que se mataba a otro del verdadero culpable, culpable, por lo demás, divino. Así, por ejemplo, Cómodo lo hizo en al menos dos ocasiones, ofreciendo primero la testa de su primer fiel ministro, Perenne, y luego, la de su no menos fiel Cleandro.
La revolución se detenía así en el penúltimo peldaño del crepidomo del templo imperial. Esta figura del cortafuegos humano pasó sin duda a las monarquías occidentales, y en España, por ejemplo, algunas coronas lavaron sus propios crímenes gracias a estos cortafuegos humanos: Gonzalo de Córdoba, Antonio Pérez, el Duque de Lerma, el Conde-Duque de Olivares, Macanaz, el Marqués de la Ensenada, Esquilache, Godoy, Miquel Primo de Rivera, ¿El Duque de Palma?, etc.
Si se le pidiera a Edward Gibbon que determinara el período de la historia del mundo en que la condición de la raza humana fue más próspera y feliz, mencionaría sin dudar la que se extiende entre la muerte de Domiciano hasta el ascenso de Cómodo. Y quizás el emperador moralmente más bueno fue Antonino Pío, considerado con razón un segundo Numa, ya que ambos se distinguieron por el mismo amor a la religión, la justicia y la paz. Amaba especialmente el teatro y no era insensible a los encantos del bello sexo.
Augusto fue un hipócrita perfecto; por eso es el dechado perfecto de todos los políticos del mundo. Una cabeza fría, un corazón insensible y un temperamento cobarde lo indujeron, ya a la edad de diecinueve años, a asumir una máscara de hipocresía que nunca abandonó. Es el mayor paradigma que ha existido del “político”.
Un príncipe débil estará siempre gobernado por sus criados y sus amigos más viciosos. Cuando los emperadores eran débiles el poder de los esclavos acentuaba la vergüenza y la humillación de los romanos, y hasta el Senado mismo rindió homenaje a un Palas o a un Narciso. Pero también ahora resulta posible que un chulo o una putilla se conviertan en la principal influencia del poder supremo. Con el Imperio, poco a poco, las lecciones se transfirieron al Senado y los grandes comicios populares se abolieron para siempre. El ejercicio del poder judicial se convirtió en la ocupación más frecuente e importante del Senado y las causas importantes que se defendían ante él constituían el último refugio de la antigua elocuencia. Las reuniones regulares del Senado, que asumía los poderes legislativo y judicial, se celebraban cada mes en tres días fijos: las calendas ( primer día ), las nonas ( quinto o séptimo día ) y los idus ( décimo tercero o décimo quinto día ). Los debates se mantenían con un decoroso grado de libertad y los emperadores en persona ( encarnación del poder ejecutivo y de todo veto como tribuno supremo ), orgullosos de contarse entre los senadores, asistían, votaban y discutían con sus iguales.
El Imperio Romano llevó el olivo a las más lejanas regiones, lo mismo que el lino. Trajo la alfalfa de Persia con la que se desarrolló grandemente la ganadería. Los bosques de Escitia proporcionaban las pieles más valiosas para los mejores abrigos del Mundo Antiguo. Cada año, hacia el solsticio de verano, una flota de ciento veinte grandes barcos zarpaba de Myos Hormos, puerto de Egipto situado en el Mar Rojo. Con la ayuda estacional de los monzones, atravesaban el océano en unos cuarenta días. La costa de Malabar o la Isla de Ceilán eran los destinos habituales de su navegación y en esos mercados los esperaban anhelosos comerciantes procedentes de los más remotos países de Asia; de la India, de Catay, de Cipango, de la cultura anamita, etc. El regreso de la flota de Egipto tenía lugar en los meses de diciembre o enero, y tan pronto como rica carga se había transportado a lomos de camellos desde el Mar Rojo al Nilo y había descendido por el Nilo hasta Alejandría, se vertía sin demora en la capital del Imperio. Los cientos de elefantes y tigres de Bengala que Cómodo mataba en el anfiteatro procedían de estas expediciones anuales.
En fin, la obra de Edward Gibbon es uno de esos materiales imprescindibles para toda persona amiga del Mundo Antiguo y, en general, para todo ciudadano civilizado que aún no le ha estragado el gusto la contemporaneidad.
Martín-Miguel Rubio Esteban