MARTÍN-MIGUEL RUBIO.
La única heterogeneidad que sufría la escuela “antigua” se fundamentaba en las distintas disposiciones y capacidades intelectuales que aportaban los alumnos al aula. Pero todos los alumnos entraban con la misma mundivisión programada por la sociedad en la que nacían, y eran atendidos con un único y mismo currículum. Pero esa escuela homogénea respecto a la mundivisión se ha roto con la entrada de alumnos de otros países, otras culturas, otras religiones, otras lenguas, con necesidades educativas especiales ( según el eufemismo de Mary Warnock, baronesa de Weeke por voluntad de la reina Isabel ) muy radicales por distinto tipo de discapacidades, y también alumnos devenidos de otros tipos de familias distintas al modelo de familia tradicional que en su día fue inmensamente más mayoritario que ahora. Responder a toda esta heterogeneidad que se impone supone establecer otro tipo de escuela más flexibe y con un currículum abierto y necesaria y continuamente provisional. La escuela antigua servía fundamentalmente para reproducir la mundivisión del modelo social, político, religioso, nacional o étnico en el que se desarrollaba. De hecho era el principal instrumento del régimen en cuanto que uniformaba ( “socializaba”) a todos los alumnos-ciudadanos con el sistema ideológico y moral que fundamentaba el régimen político a la sazón. De hecho, ha sido casi siempre el fin primordial de la escuela. No sin razón se llamaba Escuela Nacional.
El siglo en el que casi se garantizó la enseñanza obligatoria para todos los seres humanos es el siglo en que los hombres, perfectamente escolarizados, más se han matado. Y es que la escuela socializaba a los alumnos desde una única, a veces irreconciliable, e inflexible mundivisión, ideología, religión o carácter nacional definido por rasgos estereotípicos, en algunos países incluyendo los presuntos “significados” de la raza, cuando desde un punto de vista estrictamente biológico, no existen “razas”, sólo variantes físicas de los seres humanos.
Todo esto que hemos dicho se desprende de la Conferencia Internacional de la UNESCO, “La educación para todos para aprender a vivir juntos: contenidos y estrategias de aprendizaje-problemas y soluciones” ( Ginebra, 5-8 de Septiembre de 2001 ).
Ante la heterogeneidad patente del alumnado necesitamos buscar una identidad no fundamentada en nuestra civilización, sino en una ética material compartida por todos (Scheler), basada en las mejores tradiciones comunitarias y, desde luego, en los Derechos Humanos, aunque nunca fundamentados “científicamente” por la ética transcendental del escrupuloso Kant. Y si estos Derechos Humanos fuesen cuestionables aún para algunas culturas allende de nuestra civilización, habría que buscar esa identidad en la ética formal kantiana.
La diversidad lingüística debiera ser la mejor respuesta a la diversidad cultural. Y la inmigración heterogénea por múltiples factores debería constituir una oportunidad para profundizar en una escuela democrática, abierta y universal, como aquella que preconizara Alfonso X el Sabio en sus Siete Partidas ( I, 6, 7 ) y que señalaba la función que deberían tener los mestrescuelas, especie de inspectores de educación de aquel entonces. Porque ante todo la educación ha tenido como objetivo determinante “civilizar”; es decir, hacer ciudadanía y ciudadanos abiertos. Por ello el currículum ha de ser ya en su seno intercultural, posibilitando la educación para la mutua comprensión y, por tanto, la diversidad. Educar es llegar a ser, en palabras de Erasmo, “civis mundi”, ciudadano del mundo o, en palabras de Diógenes, “cosmopolítês”.
El gran Dewey ya se planteaba la educación como el problema de la moralización del hombre en cuanto a especie, en cuanto hombre, y no en cuanto ciudadano. Y ya Rousseau nos había advertido que la escuela que educa ciudadanos no puede educar hombres ( ojo con las doctrinas que fundamentan las coyunturas políticas) . La sociedad que tenemos ( o queremos ) es el tipo de educación que tenemos ( o queremos ) en cuanto que la educación no hace otra cosa que reproducir el modelo social en las mentes de los niños con permiso (teórico) – aunque en realidad, manu militari – de los padres. Si España es una sociedad abierta, lo será su escuela. Si España es una sociedad racista, clasista y marginadora, también lo será su escuela.
El concepto de interculturalidad ha ido imponiéndose sobre el conceto de multiculturalismo, en cuanto que la multiculturalidad podría significar el desmembramiento de la comunidad pluralista en subgrupos de comunidades cerradas y homogéneas, mientras que el concepto de interculturalidad implica una continua interacción dinámica entre culturas. La interculturalidad exige la cointegración. La cointegración, como opción y paradigma políticos, plantea que en un espacio político y ciudadano común, todas las culturas y colectivos en su diversidad, mayoritarios y minoritarios, tienen que adoptar continuamente dinámicas de integración con los otros, no asimilacionistas o de prevalencia. Aquí la tolerancia debe ser sustituida por la virtud de la consideración (Montesquieu), en cuanto que sólo se tolera lo que está en un plano inferior, bien de poder social, político, estamental, categorial o jurídico, pero no lo que tiene el mismo derecho de ser. No es lo mismo entender que un niño gitano o colombiano se tenga que integrar en el aula “paya” o “nacional-española”, en el sentido de asimilar y ser asimilado por la cultura mayoritaria, que el entender la integración más como cointegración, es decir, como integración de la cultura mayoritaria y minoritaria en un mismo espacio común (socioeducativo) y siempre nuevo por la continua diversidad de los actores.
Cualquier intervención educativa con los inmigrantes debería estar al servicio de las identidades culturales, porque la pérdida de la identidad cultural da lugar a la pérdida de la identidad personal: pérdida de sentido y desorientación espiritual e intencional ( Brentano ), pérdida de autoestima. Y pensar que la diferencia está sólo en el alumno conlleva un nulo compromiso por parte de la escuela a la hora de dar respuesta a las dificultades pedagógicas que entraña la interculturalidad.
Desgraciadamente, el gran paladín de la escuela intercultural e integradora, la baronesa Mary Warnock, ha cambiado de posición y piensa ahora que las medidas normalizadoras han sido un fracaso y que habría que abandonar la integración y la interculturalidad. Más aún, según ella el cinismo multiculturalista postmoderno es la principal causa del retorno al fundamentalismo fanático, especialmente el religioso, y del terrorismo islamista en Gran Bretaña. Sin embargo, el principio de interculturalidad nos sigue empujando a hacer real una utopía social hermosa.
Desde el punto de vista metodológico, los partidarios del interculturalismo sostienen que la vuelta del “viejo maestro”, tocado de profunda sensibilidad pedagógica, nueva reencarnación de Mairena, está más en consonancia con esta labor titánica que el actual profesor especialista o de materia.
Dentro del ámbito de la educación, la integración social no debe entenderse jamás como una asimilación que anule la identidad. La asimilación supone, en realidad, una renuncia a la comunicación intercultural y se distingue de la integración en que es un proceso unidireccional. La integración, en cambio, no afecta sólo a las minorías, sino también a las mayorías. Es un asunto esencialmente relacional que pone en cuestión precisamente la relación entre culturas, no las culturas aisladas. De aquí que cualquier programa realista de integración social no debe dirigirse solamente a las minorías inmigrantes, sino también a las mayorías autóctonas. En términos ideales, un programa de integración social es aquél que trata de asentar la relación intercultural sobre las bases que definen el intercambio simétrico. Busca devolver la comunicación entre culturas a las condiciones originarias del intercambio recíproco: la igualdad y el respeto a la diferencia.
Si buscamos paradigmas en la escuela del pasado vemos distintos tipos de interculturalidad. Roma supo perfectamente cointegrar mediante la educación numerosos pueblos, culturas y religiones sobre dos únicas bases: el latín y los ideales “humanistas” del Imperium. La larga Edad Media fue un hermoso ejemplo de interculturalidad sobre un binomio muy parecido que constituyeron la “res Christiana”: el omnipresente latín y los ideales cristianos. Y ya en el Mundo Contemporáneo la ciudad de Chicago es un magnífico ejemplo del interculturalidad que se cuajó entre los años 20 y 40 del siglo pasado. Y parece que se impone que debemos inspirarnos en este exitoso modelo de interculturalidad. A pesar de las bandas y mafias criminales que suscitó la Ley Seca ( Enmienda XVIII de 1919, quince años después abrogada ) Chicago se convirtió en un mosaico de diferentes mundos. Miles de campesinos, sobre todo polacos, irlandeses e italianos, se sumaron a los negros norteamericanos, puertorriqueños y mejicanos, formando una gran oferta de trabajo no cualificada. Pero gracias a los análisis sociológicos (Escuela de Chicago) las instituciones educativas del Estado de Illinois supieron desarrollar un curriculum cointegrador y multiétnico que aún se mantiene como paradigma de interculturalidad. Los Derechos Humanos, la libertad y la democracia fueron los únicos cimientos comunes de esta cointegración, un largo proceso de interpenetración y de fusión por medio del cual las personas y los grupos adquieren recuerdos, sentimientos y actitudes de otras personas o grupos y modelos por sus experiencias y su historia, incorporándolos todos a una vida cultural común. Claro que este modelo educativo es muy caro, y obligó a subir los impuestos de las clases medias y altas.
Efectivamente, la interculturalidad es el mejor principio educativo acorde con una sociedad multicultural si y sólo si la flexibilidad metodológica que exige tal principio se fundamenta en una potente gama de recursos didácticos y profesionales que hoy la crisis económica nos veta. Enseñar a todos desde un único curriculum no cabe duda que es lo más barato y mejor para un Estado hegeliano, pero no lo más eficaz quizás incluso para la mayoría. Aunque también podríamos decir que nuestra crisis económica está expulsando a tal cantidad de personas a sus países de origen que la interculturalidad puede dejar de ser – desafortunadamente – una prioridad para el Ministerio de Educación.