En las encrucijadas del pensamiento político y jurídico, pocos conceptos han sido tan tergiversados y confundidos como los de derecho y libertad. La modernidad nos ha acostumbrado a equipararlos, a asumir que el crecimiento del aparato jurídico es siempre un garante de la libertad individual. Pero esta presunción, nacida de una lógica que se ha alejado de la naturaleza humana y de las condiciones esenciales de la libertad política, no es más que un espejismo.

Para comprender esto, hay que entender primero que el derecho no es fruto de la evolución histórica de los pueblos, como enunciara Savigny, sino resultado de la lucha social constante de grupos de interés (Ihering). Así, el derecho no libera; constriñe. El derecho no emancipa; somete. Donde hay derecho, no hay libertad, porque la verdadera libertad política colectiva no necesita de un aparato normativo para florecer, sino que es previa y fundamento del sistema normativo e institucional.

Uno de los mayores engaños del régimen político actual es hacernos creer que las libertades civiles, consagradas en los textos legales, son equivalentes a la libertad política. Nada más lejos de la verdad. Las libertades civiles —como la libertad de expresión, la propiedad privada o el derecho al voto— son concesiones del poder, otorgadas bajo condiciones que el mismo poder puede modificar y suprimir a su antojo. La libertad política, en cambio, conlleva la facultad de participar directamente en la creación de las leyes. Esta participación solo es posible con la democracia formal, que sustituye la integración de las masas en el Estado de las partidocracias por la representación y la separación de poderes en origen.

El gobernado contemporáneo, privado de auténtica representación política, vive sometido a un régimen de leyes que no ha contribuido a elaborar ni a aprobar. Este sometimiento, revestido de legitimidad jurídica, convierte al derecho en el instrumento por excelencia del poder para disciplinar a la sociedad, limitando sus posibilidades de acción y reduciendo su libertad al estrecho marco de lo legalmente permitido.

La diarrea legislativa y reglamentaria es un indicador de la ausencia de libertad. En una comunidad verdaderamente libre, los principios rectores de la convivencia son simples, claros y universales, y no necesitan de un cuerpo legislativo interminable para su aplicación. En cambio, el Estado de partidos, genera un entramado jurídico tan complejo que el ciudadano queda atrapado en una red de obligaciones y prohibiciones que escapan a su comprensión y control, justificando incluso los privilegios, como la amnistía o el aforamiento.

Este fenómeno no es accidental, sino inherente a la lógica del poder. A medida que el Estado expande su dominio sobre la vida social, económica y cultural, necesita justificar su existencia mediante la producción incesante de leyes. Cada nuevo derecho concedido no es más que un nuevo eslabón de la cadena que ata al gobernado, disfrazada de garantía o protección.

La libertad no necesita del derecho para existir. Es anterior y superior a cualquier construcción jurídica. La libertad colectiva es fundante y fundadora primigenia de las instituciones y del derecho para participar activamente en las decisiones colectivas, transformadora de la potencia política en poderes separados del Estado y de la nación.

Donde hay derecho, no hay libertad, porque el derecho es el instrumento del poder para imponer su voluntad sobre los gobernados. Ya es hora de abandonar la servidumbre voluntaria que nos ata al mito del derecho como garante de la libertad. Mientras las sociedades contemporáneas sigan aceptando la confusión entre derecho y libertad, permanecerán atrapadas en una ilusión que beneficia únicamente a las oligarquías.

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