Dicen que Sánchez, con su reforma constitucional, viene a destruir España. Menos lobos. En el Estado de partidos, esa reforma no tiene que ver con la nación, sino con el Estado: nuevo reparto de esquinas. Destruir es otra cosa.
Sobre la destrucción tiene una buena teoría el padre Andréi (personaje de Dombrovski): a los judíos no les gustaba Pilato (se quejaron a Roma, y fue destituido); de ahí su indecisión: no quería ajusticiar a nadie por complacerlos; a la vez, alguien como Cristo le convenía mucho: un predicador errante que no creía en la revolución ni en el golpe de Estado, y que sólo quería destruir la autoridad del Sanedrín, en cuya naturaleza monolítica se escondía el peligro para el imperio.
–A Roma le era indispensable un destructor como ése. Y él, además, era un destructor inteligente. Sabía perfectamente que cuando se pretende destruir algo antiguo y querido nunca se dice: “Vine a destruir esto o aquello”; no, debes decir que has venido a proteger esas cosas sagradas, a renovarlas, a sustituir las partes podridas, y, cuando te crean, entonces ya serás el amo, puedes enviar a la gente con barras y no perder el tiempo.
Fue lo de la derecha en el 78. La izquierda nunca ha pasado del pilla, pilla por Castilla (lo que Franco peor llevaba de los socialistas era que “son tontos”).
En el 76, los democristianos de Ruiz Giménez (“Sor Citroen”, por su Dyan-6 amarillo), Gil Robles y Cañellas proponían, tan pichis, en la Junta Democrática el “Estado federal”, y en ABC salía Antonio Fontán (“100 españoles para la Democracia”) defendiendo la Monarquía en fomento de “las diversidades políticas, culturales y sociales de todas las regiones… y nacionalidades… sin riesgo de disolución del Estado”.
–Mi nacionalidad es una de mis propiedades, en tanto que la nación es mi propietaria y mi señora –dice, al fondo, Max Stirner.
Pero, en la derecha, a Stirner (¡el “Juan Bautista” de Nietzsche!) sólo lo había leído (¡sin decirlo!) Ortega, que le birló, como se sabe, “la circunstancia”.