La doctrina de la división de poderes fue introducida por Montesquieu, principalmente, para terminar con el despotismo ejercido por los monarcas y demás figuras absolutistas de la época. De acuerdo con ello, se dedujo que era bueno que las distintas funciones que antes recaían en una o pocas personas fueran repartidas en órganos distintos. De esta manera, al Parlamento le correspondería la función legislativa, al Gobierno la ejecutiva y a los jueces la judicial. Esta propuesta es sensata y fácil de llevar a cabo, pero tal y como reza la popular expresión «hecha la ley hecha la trampa», muchos sistemas actuales, como el español, han vaciado de contenido lo defendido por dicha doctrina. De modo que, aunque haya varios órganos que teóricamente llevan a cabo distintas funciones, en la práctica eso no significa absolutamente nada.

¿Cómo es posible eso? Sencillamente porque para que la división de poderes funcione los órganos tienen que ser también independientes entre sí. Este hecho implica que los miembros de un órgano no deben designar a los de los demás. Sin embargo, ¡esto es precisamente lo que ocurre en España! El sinsentido de este entramado comienza con el despropósito de que unas únicas elecciones legislativas sirvan para conformar dos poderes distintos (legislativo y ejecutivo), tal y como expliqué detalladamente en otro artículo para este medio[1].

Después de ello, resulta especialmente llamativo cómo se eligen los miembros de los máximos órganos judiciales del país. En relación con ello, la expresión de «la independencia del poder judicial» queda forzosamente reducida a un adorno retórico frecuentemente empleado por los políticos. Dado que, los miembros del Tribunal Constitucional, considerado como el máximo intérprete de la Constitución, son elegidos por el Congreso, Senado, Gobierno y Consejo General del Poder Judicial. Asimismo, los miembros de este Consejo General del Poder Judicial, que nombra también a todos los del Tribunal Supremo, son elegidos por el Congreso y el Senado. Esto significa que los políticos aforados, los cuales solo pueden ser juzgados por el Tribunal Supremo, estaban entre quienes han elegido a aquellas personas que decidirán acerca de su culpabilidad o inocencia. Un privilegio digno de mención, ya que ¿cómo asegurar que su declaración de inocencia no dependa de si en su partido la entienden políticamente interesante? Quizá un poder judicial realmente independiente ayudara a frenar más eficazmente la corrupción.

Ahora bien, aunque lo expuesto hasta el momento atañe principalmente a los órganos principales del Estado, también hay otros casos que merecen ser destacados, como el del Tribunal de Cuentas. Dicho tribunal además de fiscalizar la actividad económica del sector público, también fiscaliza la de los partidos políticos. De igual modo, enjuiciará la responsabilidad contable de aquellos que gestionan dinero público. Por tanto, son labores importantes, aunque ¿qué criterios se siguen para designar a sus doce miembros? Los llamados Consejeros de Cuentas son elegidos seis por el Congreso y seis por el Senado. Otra vez, la triste tónica, aunque predecible, se repite. A pesar de que este tribunal debe supervisar el uso que los políticos hacen de los recursos públicos, sus miembros son elegidos por éstos. De esta manera es muy difícil que una persona puesta por otro le diga que está dilapidando el erario.

El control que la clase política ejerce se lleva a cabo también sobre el propio proceso electoral. Para ello, lo mejor es controlar un órgano entre cuyas competencias esté la de resolver disputas relacionadas con la Ley Electoral General, velar por los recursos que se asignan a cada formación política, o ejercer la potestad disciplinaria sobre todas las personas que intervengan oficialmente en estos procesos electorales. Me estoy refiriendo a la conocida Junta Electoral Central, la cual está compuesta por trece vocales, de los que ocho son magistrados del Tribunal Supremo y los otros cinco, tal y como se recoge en el artículo 9 de la LOREG, son designados a propuesta conjunta de partidos, federaciones, coaliciones o agrupaciones de electores con representación en el Congreso. Acerca de los primeros ocho no hay nada más que añadir, respecto a los otros cinco, considero decisivo el matiz de «con representación en el Congreso».

Frente a este desolador panorama, es fácil pensar que, como en la antigua Roma, este desequilibrio podría corregirse con un tribuno de la plebe. Sin embargo, su equivalente moderno –el Defensor del Pueblo–, no posee ni las atribuciones ni la independencia de aquella interesante figura de la política romana. ¿Por qué? En primer lugar, para no desentonar con los demás procesos, el Defensor del Pueblo es elegido por las Cortes Generales. Además, su dotación económica depende de una partida presupuestaria de las propias cortes y, por si esto no fuera suficiente, también deberá rendir cuentas anualmente a las mismas. Por consiguiente, es alguien elegido, controlado y fiscalizado por las Cortes, pero que paradójicamente no defiende a éstas, sino a la ciudadanía de posibles actuaciones irregulares de la Administración pública. Así que, atendiendo a estos rasgos, podrá ser tan independiente como, por ejemplo, el Tribunal Constitucional.

A pesar de todo lo relatado, cada sistema va a intentar justificarse, tal y como hizo el despotismo ilustrado cuando arguyó una serie de razones que buscaban dotar de coherencia a sistemas absolutistas; unos sistemas que se caracterizan porque concentran el poder en pocas manos. En definitiva, la finalidad es diseñar una retahíla de conceptos (soberanía nacional, independencia judicial, etc.) sobre los que apoyar una retórica legitimadora. No obstante, si el Parlamento, el Gobierno, los órganos superiores del poder judicial, el Tribunal de Cuentas, la Junta Electoral Central y el Defensor del Pueblo, son elegidos en la práctica por muy pocas personas, solamente cabe hablar de despotismo.

[1] ¿Por qué en España la ciudadanía no elige al presidente del Gobierno?

 

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