El austero plebeyo Marco Porcio Catón, en donde la República romana se encarnó como en ningún otro ciudadano por su vida sencilla y grave y amor a la “libertas”, y cuya censura llegó a ser tan proverbial que le valió el sobrenombre de “Censorius”, y en la que se enfrentó contra la disipación de la Administración del Estado y el lujo que iba prendiendo entre los gobernantes romanos, escribió la primera historia nacional romana, los Origines, en siete libros, en la que conscientemente silenció los nombres de los generales, y tan sólo designó con su nombre propio al bravo elefante Suro, del ejército cartaginés, que entregó su vida con honor, como valiente soldado, lanzándose mortalmente, herido por más de doscientos venablos, contra lo más apretado de las filas romanas, a las que causó una gran masacre antes de su muerte heroica, nielada de “impetu acerrimo”. Su valor y lealtad asombró tanto a su cornaca que aunque éste salió sorprendentemente vivo de la batalla, llegó a morirse de melancolía al dejar de cuidarlo y guiarlo para siempre.
Pues bien, si aquel cornaca del que desconocemos el nombre propio, llegó a morir de tristeza por la muerte heroica de su amigo paquidermo, Suro, nuestro Rey, anticlásico, mata ejemplares quizás de la misma prosapia de Suro por puro entretenimiento en la lejana Botswana. Y llamo a nuestro Rey “anticlásico” – por no llamarlo bárbaro – porque en el Mundo Clásico matar por pasar el tiempo, a un elefante o a un caballo, los grandes compañeros y amigos leales en la batalla, era tenido por un crimen nefando y sacrilegio.
Botswana es un país que limita con Namibia, Zimbaue y Sudáfrica, países todos en los que los safaris constituyen una industria fundamental de su economía nacional, sobre todo en los casos de Namibia y Zimbaue. Su capital es Gaborone, fudadada en 1890 por el gran jefe Gaborone Matlapin, con poco más de 200.000 habitantes. Tiene un hospital, seis escuelas, una iglesia, una estación de radio, cinco estaciones de policía, dos oficinas postales y más de 1.000 casas. ¡Todo un foco fascinantemente urbanita!
Seretse Khama, presidente de Botswana, está representado en una estatua de bronce sobre una peña, como el Viriato del genial escultor zamorano Eduardo Barrón González. Este Seretse Kkama sería en vez del “Terror Romanorum” de la Lusitania, el “Terror Anglorum”, de Botswana. Cualquier otro día veremos allí otra estatua en bronce de Don Juan Carlos I, sobre otra peña, acompañado de su amiga Corinna, especie de nueva Jane en África, apuntando para disparar con un fusil de caza máxima a uno de los descendientes reales de Suro. En la peña también habrá un cartel de bronce que diga “Ioannes Carolus Primus, Rex Hispaniensium et Terror Elephantium”.
Aníbal y Escipión curaban con celo a los elefantes, velaban el sueño de los elefantes enfermos y hasta les gustaba lavarlos. Nuestro Rey es más grande que Aníbal y Escipión, amigos y conmilitones de los elefantes; nuestro rey los mata. Pero la falta de sensibilidad que se necesita para pisar una hormiga no tiene las mismas dimensiones que la que se precisa para matar a un elefante que te mira con su inteligencia abisal a una veintena de metros. La falta de sensibilidad tiene que ser muy grande para matar a un elefante, casi como la cuenca vacía del mar en el corazón.
Asqueado y exhausto psicológicamente por el nefando caso Urdangarín, es probable que el Rey necesitase unas vacaciones desestresantes y balsámicas, y se retirase a lo más hondo de la selva. Pero sin duda alguna el mejor retiro reparador y menos deletéreo es el Monasterio, y no la caza de gigantes casi humanos acompañado de una rubia íntima, de bonita figura, con apellido de filósofo alemán que desconocía el latín el muy pretencioso. Y, al final, el linaje digno, leal y combativo de Suro ha castigado al Rey.
Dicho esto, contemplar al Rey, que se nos ha hecho ya mayor, cojo, tembloroso y triste, en la televisión, pidiendo perdón, disculpándose, reconociendo que ha cometido un error y prometiendo que no volverá a hacerlo, me causa una infinita piedad. Nunca he soportado contemplar a una persona mayor que se disculpa o pide perdón. En una España de adolescentes salvajes y bárbaros, gracias a los cultísimos Ministros de Educación, que te derriban y aplastan si no te quitas de su trayectoria de puras bestias, ver a un viejo disculparse por una nadería me parece infame. Las personas mayores no deben disculparse jamás ni pedir perdón. No lo resisten ni el decoro humano ni la estética. Y no soporto a los fariseos que desde sus soberbios púlpitos nos van a endilgar una ristra de discursos morales las próximas semanas interpretando este asunto.
Nuestros reyes no son peores que los de otras monarquías, del mismo modo que las cosas que hay en España no tienen por qué ser peores que las del extranjero. Ya el genial presbítero benedictino del siglo XII, Theophilus, quizás el mejor intelectual del arte occidental que ha existido, nos previno contra este papanatismo que no nos deja ver nuestras grandezas – sólo nuestras miserias – teniendo sólo ojos para las grandezas del extranjero (“non vilipendas pretiosa et utilia quaeque, quasi ea tibi sponte aut insperato domestica terra produxerit” ).
No son las debilidades del Rey las que terminarán con la monarquía, sino la superación de la superstición política que entraña ésta y la disolución de nuestro complejo eterno de menores de edad que precisan un tutor.
Martín Miguel Rubio Esteban