El problema de la racionalidad de los votantes en un sistema político de competencia electoral radica en que no pueden discernir cuál es su elección racional, esto es, la que garantiza su utilidad.
La elección sólo es racional en el análisis del discurso (voto a Dº Pepito y no a Dº José porque el discurso de aquél es más próximo a mis deseos, a mis convicciones), no en lo referente a la satisfacción real del interés propio (Dº Pepito ha hecho lo mismo que hubiera hecho Dº José, perjudicarme).
El dilema del elector es el eterno problema de todo régimen dizque representativo: ¿cómo asegurar el cumplimiento de un mandato cuando el elegido puede hacer lo contrario de lo que prometió defender?
Una de las consecuencias de éste dilema es el prestigio de la ideología. Dado que no puedo asegurar con criterios racionales cuál es la alternativa que maximiza mi interés, opto por el método sub-racional de elección que me ofrece la ideología, esto es, pre-juicios que sirven, sobre todo, para decidir lo que no tengo que hacer (no tengo que votar a la derecha o no tengo que votar a la izquierda), con independencia de que realizar elecciones bajo estas premisas sea ineficaz como forma de lograr beneficios particulares de ningún tipo.
Mientras llega la democracia de veras representativa, al elector le queda el consuelo de deponer al elegido desleal en futuras convocatorias electorales –me dirán-, aunque el sustituto pueda incurrir en nuevos incumplimientos.
Que los impuestos fueran voluntarios sería otro alivio, quizás eficacísimo. Veamos cómo conseguirlo.
Las condiciones de la cooperación serían estas:
a) Partimos del supuesto de que una persona es racional en tanto en cuanto intente maximizar su interés, ya sea egoísta, altruista o los dos a la vez.
b) El acuerdo entre individuos racionales debe alcanzarse internamente entre los concernidos sin intervención de elementos externos (el Estado) que modifique sus preferencias.
c) El éxito de la cooperación depende en gran medida del número de cooperadores y de que éstos lo hayan intentado muchas veces con anterioridad.
d) Nadie está obligado a colaborar.
No obstante, a primera vista confluyen dos obstáculos que podrían hacer inviable la provisión de bienes públicos con impuestos voluntarios. Son el egoísmo y los “gorrones”.
Si las partes no se ponen de acuerdo en qué servicio prestar ni cómo financiarle, los intereses individuales pueden hacer fracasar la consecución del bien público, que recordamos es el que se ofrece de forma conjunta y no permite excluir a nadie de su consumo, como en el caso de la utilización de una acera.
Incluso si se llega a producir el bien, el problema serían los “gorrones”, esto es, aquellos que se benefician de él sin participar en los costes, lo que podría provocar si su número fuera importante la desafección de los cumplidores y el fin de la prestación del bien o servicio.
Sin embargo, los estudios científicos acerca de la cooperación han demostrado que ésta no es un asunto que dependa sólo o esencialmente del sanchopancismo de cada uno, ni de que el Estado la fuerce (véase el fraude fiscal), sino de que dé comienzo.
Así, todo intento de colaboración parte de una invitación para hacerlo, en el entendimiento de que el reparto de los trabajos incrementa la productividad. Por tanto, se empieza cooperando para ofrecer a los otros la posibilidad de que sigan haciéndolo en interés de las partes, evitando de esa manera el peor resultado que supondría la no cooperación.
Pero una vez iniciada, la posibilidad de que la cooperación continúe es directamente proporcional a dos elementos:
a) Que las partes se tengan que volver a encontrar en el futuro, pues la necesidad de contar con el otro mañana les obligará a todos a respetar los pactos hoy (estrategia del “toma y daca”).
b) El conocimiento tanto de los que colaboran como de los que no lo hacen, pues de esta manera el “gorrón” queda en evidencia.
Resumiendo, la cooperación exige repetición y publicidad, y la repetición y la publicidad de la cooperación generan más cooperación, sea cual sea el egoísmo de los partícipes.
Llegados hasta aquí obtenemos una consecuencia quizás inesperada, porque reclamar que los impuestos sean voluntarios no es una fórmula asaz artera para evitar contribuir a los gastos comunes, sino la única manera de asegurar la máxima calidad y el menor coste en la prestación de servicios públicos.
Las donaciones estarían condicionadas a que se ofrezcan los mejores bienes al precio más económico. En caso contrario, el bien no se producirá o se buscará otro suministrador, corolario último de la necesidad del consentimiento para generarlos y sufragarlos.
En pocas palabras, los impuestos voluntarios constituyen el fin del monopolio del Estado caníbal en la provisión de bienes y servicios públicos de mala calidad y deficitarios.
El fin del larriano “vuelva usted mañana”.
Jorge Sánchez de Castro Calderón.