Los partidos políticos son producto de la ambición política y de la libertad de asociación. Nada más. Ni un requisito para la Democracia como creen muchos, ni un impedimento para su aplicación como otros se figuran. Ni su historia como organización, ni los méritos que puedan corresponderles en la conquista de la libertad política, los convierte en cauces de esa libertad. Pero una vez constituidos, incluso en las democracias, el compadreo entre sus cuadros directivos y los de los ámbitos económicos e informativo-culturales y su presencia constante en los medios de comunicación magnifica la importancia institucional que poseen y los convierte en una axiomática referencia psicológica para el ciudadano. La Constitución legaliza en su artículo sexto el Golpe de Estado Original y la traición a la sociedad civil de quienes se hicieron dirigentes políticos de prestigio hablando de libertad. La constante apelación a la política de Estado denota el carácter estatófilo de los partidos y esconde que, caso de que tal política tenga alguna connotación admisible por la Sociedad Civil, a los partidos políticos españoles no les es dado hablar en nombre del Estado, hacer pactos de Estado o hacer una política de Estado por encima de la partidista. La estupidez de que los partidos políticos tienen que ser democráticos sólo tiene sentido si esos partidos se han convertido en protagonistas exclusivos de la Sociedad Política. Entonces, esa democracia interna maquilla la ausencia absoluta de democracia externa con primarias y congresos que jamás podrán librarse, de puertas para adentro, de las vicisitudes psicológico-organizativas que imperan en cualquier grupo. Carlos Schmidt dio fuste intelectual a este copo estatal por parte de grupos organizados al establecer la esencia de lo político en la oposición amigo-enemigo, siempre en el seno de lo público, en lugar de en aquella que establece el mando-obediencia. La ideología de confrontación irreconciliable legitimó el vil consenso de los partidos que asaltaron el Estado como medida pacificadora, cuando no procazmente civilizadora. El 14 de junio de 1791, la Asamblea aprueba la ley propiciada por don Isaac Le Chapelier que prohibía las asociaciones profesionales; la norma pretendía evitar que se convirtieran en grupos de presión política constituyendo monopolios y sindicatos. Vuelva señor Le Chapelier, vuelva de entre los descabezados por El Terror y haciendo esta vez caso a Marat: prohibir la asociación sólo puede perjudicar a la sociedad civil. Pero déjeme preguntarle jocosamente algo: ¿no sería hermoso prohibir a los partidos políticos hacer política? ¿Sería usted capaz de presidir de nuevo la Asamblea que llevara adelante la resolución? A fin de cuentas, una de las condiciones sine qua non de la democracia es la evitación de que las candidaturas que instrumentan el principio de representación sean encarnadas por partidos en lugar de por personas.