El advenimiento de la actual Monarquía, aprovechando el poder del estado totalitario, fue posible por la adicción de los partidos de la oposición al postfranquismo. A la traición de éstos a la causa de la democracia, hubo que añadir la anulación de la “nación histórica” en la búsqueda de los espacios comunes que cimentaran el Régimen. Tamaña monstruosidad necesitó, no obstante, del refrendo de la mayoría de los españoles. El nuevo Estado, fruto del pacto de la transición, dominador de la sociedad civil y concesionario de la libertad de expresión, definió a su voluntad las fronteras de lo público. Que los grandes medios de comunicación en España son parte activa del statu quo imperante es algo que nadie puede dudar. Viendo lo que ha sucedido, y llegando en ocasiones a denunciar la descomposición nacional, la irrepresentatividad de los partidos políticos o la inseparación de poderes, ninguno de ellos ha osado cuestionar (editorialmente, no con alguna firma aislada u ocasional para dar apariencia de libertad) la constitución del poder. Y es que en la esfera pública de la Partitocracia no puede existir valor lógico y ético de verdad. En España, comentaristas y opinadores son incapaces de una síntesis objetiva de los fenómenos sociopolíticos, todo lo terminan con el artificio verbal que debe verificar (hacer verdadero) el verdictum (en el sentido romano de declaración de verdad por la palabra de unos magistrados) del consenso de los partidos. No responden ante la realidad, sino ante el poder, timoratos de traspasar la frontera del oficial discurso estatal. En el Hipias Menor, Platón hará observar a Sócrates que es más sabio quien miente sabiendo mentir, que quien dice la verdad porque no puede evitarlo. Si lo bueno es el fruto de la libertad, no puede oponérsele la inteligencia; pero cuando un embuste obligado triunfa sin necesidad de refugiarse en la astucia, sólo puede ser síntoma de un malvado despotismo. La burda manipulación del lenguaje, calificando de “conducción temporal” a un “transvase”, o diciendo “fase descendente del ciclo” por no pronunciar “crisis económica”, es muestra palmaria de ello; y verdictum de partido, que identifica el interés particular con el engaño. Mucho más grosero que el indiscutido verdictum estatal, mentira en interés de todos, en que se basa: “el Congreso de los Diputados representa la soberanía nacional”; reduciendo la sociedad española, por refrendar proporcionalmente sus listas, a la voluntad de los partidos estatales. Juan Carlos I (foto: scalleja)